Millonario busca esposa.

Capítulo 5

Al atardecer del día siguiente, ya nadie ignoraba que Tomás Valdés se había casado por poderes con una inglesa. Fue una sorpresa para muchos, porque Tomás no era precisamente un tipo que siguiera tradiciones, ni tampoco alguien que tuviera escrúpulos para preferir a una inglesa sobre una española.

Tomás fue a la oficina como todos los días. Bromeó, riñó y gruñó como siempre. Regañó a un administrativo por desobedecerlo, discutió con el contable, rió con el administrador, hizo el amor con Betty y pasó la noche con una amiga de largo tiempo. Es decir, que su vida cotidiana no cambió en nada.

Cuando le entregaron el mensaje, estaba en su despacho, invitando a Betty a comer.

—¿Qué es esto? —preguntó, tomando el papel entre los dedos. El asistente que traía el mensaje, agotado, explicó que se lo había llevado personalmente el administrador.

Tomás abrió el papel y exclamó de inmediato:

—Este avión llega pasado mañana. Hace demasiadas escalas. ¿Por qué demonios no la mandaron en un vuelo privado? —dijo Tomás, chasqueando la lengua con fastidio. Guardó el mensaje en el bolsillo de su chaqueta y se giró hacia Betty—. Entonces, ¿qué, Betty? ¿Te vienes conmigo esta noche o no?

—¿Cómo se atreve...? —respondió ella, visiblemente molesta—. Está usted casado.

—Cierto —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pero aún no entiendo qué diferencia hace eso.

—Compadezco a su mujer.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? Seguro que tú misma habrías estado encantada de serlo.

Rió sin esperar respuesta. Betty apretó los labios, dolida, y giró la vista para no mirar el desprecio en sus ojos. Mientras tanto, Tomás salió sin prisa. Aquel hombre tenía el ego del tamaño de una finca entera.

Al anochecer, ya en su casa, Tomás llamó a la encargada del servicio. Kay era una mujer de carácter firme, inteligente y leal. Estaba con él desde que había comprado su primer trozo de tierra y, si alguien conocía de verdad a Tomás, era ella.

—Kay, mi mujer llega mañana.

—Ya me he enterado, señor. Enhorabuena.

—¿Por qué?

—Porque se ha casado —respondió ella con una sonrisa pícara—. Un hombre solo y con dinero necesita descendencia, aunque sea para que alguien le cuide los millones cuando envejezca.

Tomás bufó, pero asintió.

—Muy práctica, Kay. Gracias por tus sabias palabras.

—¿Qué desea que prepare?

—Organízalo todo. Llegará hecha polvo después de tanto viaje. Quiero a todos los empleados en el vestíbulo cuando entre por la puerta. Que parezca que esto es un sitio civilizado.

—Entendido, señor.

—Prepara una habitación para los dos.

—No quiero las que uso ahora.

—Las del ala oeste son preciosas, pero si lo prefiere…

—Prefiero otras. Las del ala derecha. Son independientes, tienen más luz. Una cama grande. Un salón al lado, y decóralo como tú creas. Ponle flores. A las mujeres les gustan esas cosas, ¿no?

—A la mayoría, sí, señor. Aunque cada una es un mundo.

—La mía seguro que también.

—¿Algo más?

—Nada más. Que todo esté listo para mañana.

A la mañana siguiente, Kay le pidió que subiera a ver las habitaciones. Le gustaron. Era justo lo que esperaba: una habitación amplia, para moverse con comodidad. Una sola cama enorme, un salón y dos baños. Todo en un espacio separado por biombos. Cuadros, flores y una jaula decorativa.

—¿Y esta jaula qué significa? —preguntó, frunciendo el ceño.

—En mi juventud —explicó Kay— trabajé en una casa de ricos ingleses, y en la habitación tenían una jaula con un canario.

—Nada de canarios —gruñó Tomás, dando una patada a la jaula—. Mi mujer no es una inglesa adinerada. Seguro que ni siquiera tuvo un dólar en la vida.

—Pero podría tener familia distinguida.

—Como la que tengo yo. Ya sabes, que no necesito una mujer de alcurnia. Pedí una mujer sencilla, normal.

—Al señor le gusta la belleza.

—Será hermosa, pero no se parecerá ni a Betty ni a Lidia, ni a ninguna de esas. Esta mujer será única para mí. Anda, Kay, quita esa jaula de aquí.

—Sí, señor.

La cargó y se marchó. Tomás miró alrededor con ojo crítico. Todo estaba preparado. Miró el reloj: siete de la tarde. Empezaba a oscurecer. El avión llegaría a las diez menos cinco. Iba a buscarla en el jeep.

Dio dos vueltas sobre sí mismo y se vio en el espejo.

Sonrió con sorna. No era ningún Adonis, ni quería serlo. Le bastaba con ser un hombre, y lo era con todas sus letras. Hombros anchos, cintura estrecha, piernas largas y delgadas. Pecho fuerte. Una cabeza arrogante coronada por cabello castaño oscuro, casi negro. Ojos grises, duros y con una mirada desafiante. Boca relajada, con dientes que mostraban la fuerza de un lobo hambriento. Así era Tomás Valdés.

El avión aterrizó, y Tomás, de pie tras la verja que separaba el campo del bar, observó con atención a los viajeros bajando por la pasarela.

Una mujer mayor, de figura robusta y sombrero ancho, fue la primera en bajar del avión. Detrás de ella, un hombre canoso, con bastón, maletín y un aire afeminado que hizo a Tomás arquear una ceja con desdén.

Luego aparecieron dos mujeres con un niño de la mano. El crío lloriqueaba sin consuelo, señalando el sombrero de su madre, decorado con una pluma que se balanceaba con cada paso. El niño parecía más interesado en arrancársela que en calmarse.

A continuación, descendieron dos hombres con pinta de ganaderos: botas polvorientas, sombreros sudados y el rostro curtido por el sol. Tras ellos, un tipo que hablaba sin parar con alguien detrás. Vestía como oficinista barato: gafas a punto de caer, bigote rubio descolorido y un abrigo tan gastado como su expresión.

Y entonces apareció ella.

Una joven de pelo castaño y ojos claros. Desde donde estaba, Tomás no alcanzaba a distinguir bien el color exacto, pero sabía que no eran oscuros. Vestía con una elegancia sobria: sombrero femenino de fieltro, abrigo gris claro y un maletín de piel en la mano. Miraba de un lado a otro con atención, como quien intenta orientarse sin mostrar inseguridad.




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