Beatriz no podía ver el paisaje debido a la oscuridad. Sentía los vaivenes del jeep, lo que le indicaba que el camino era desigual.
—En esta parte de Benicasim —comentó Tomas, como si sintiera el deber de explicarse— no estamos muy adelantados. La urbanización es bastante deficiente.
Ella no respondió. Pensaba en sí misma. En su padre, en su vida en Madrid, en Jaime… Desde que tenía uso de razón había sido una muchacha mimada, halagada y envidiada. Alternaba entre su casa de Madrid y la de Londres, vivía rodeada de lujo, y sus pretendientes fueron tantos y tan distinguidos que aún no se explicaba cómo había podido cometer la locura de casarse de aquel modo tan absurdo…
—Ahora salimos a la carretera —dijo Tomas —. Ya se divisan las luces de mi casa. ¿Ves allí abajo?
Beatriz fingió que miraba. La verdad, no le interesaba. Sumida en un silencio hosco, seguía centrada en sus pensamientos, ahora también en el hombre que viajaba a su lado. Un hombre distinto a todos con los que había salido. Sentía odio por Jaime, un odio profundo, porque la había puesto en evidencia ante toda la sociedad londinense, por su falta de consideración y de amor. Pero ese odio no la acercaba en absoluto a aquel desconocido que, de forma inopinada y absurda, se había convertido en su esposo.
Siempre había sido admiradora de lo exquisito, de lo delicado… y, sin embargo, ahí estaba, casada de la noche a la mañana con un hombre basto, rudo, sin una pizca de sensibilidad.
El vehículo enfiló una carretera ancha que se desviaba de la general. Al fondo, Beatriz distinguió un edificio iluminado que más bien parecía un palacio. El auto rodó despacio por un camino cubierto de arena y se detuvo ante una escalinata. Tomas descendió de inmediato, rodeó el coche, abrió la portezuela y, con una de esas sonrisas suyas tan indiferentes y socarronas, indicó:
—Estás en tu casa, mistress Valdés.
Beatriz, a su pesar, se estremeció. Hasta ese instante no se había dado cuenta de la enorme trascendencia del acto que había realizado tres días antes en Madrid, junto a Guillermo Lozano. En aquel momento de depresión moral, rodeada de amigos, solo pensó en huir. Huir de su vida, de su mundo. Y el modo en que lo logró no le preocupó entonces. Pero ahora… ahora comprendía que había estado loca, o al menos fuera de sí, al encarcelarse de ese modo sin medir las consecuencias.
Además, ya se había percatado de que Tomas Valdés no era un hombre que pudiera ser convencido con palabras dulces o argumentos comprensivos. Tenía su propio criterio, una personalidad poco común y una total falta de delicadeza hacia una mujer a la que apenas conocía, aunque ahora fuera su esposa.
—Baja —pidió él—. Te voy a presentar a la servidumbre.
Descendió sin prisa. Miró a su alrededor con una expresión —a su pesar— admirativa. Por un instante pensó si aún estaría soñando. Todo lo que veía bajo la luz de las lámparas y faroles de colores parecía sacado de un cuento de Las mil y una noches.
Sintió los dedos de Tomas en su brazo y se dejó llevar como una autómata.
— Es vuestra ama —dijo él, deteniéndose ante una hilera de sirvientes que se inclinaban en señal de respeto—. Estos, Beatriz —añadió con una sonrisa más amplia—, son tus criados.
La joven movió los labios, pero no salió sonido alguno.
Uno a uno, los sirvientes fueron dando un paso al frente al tiempo que pronunciaban su nombre.
La última en hacerlo fue el ama de llaves, Kay, una mujer de rostro redondo, piel aceitunada y ojos dulces como los de un niño.
—Bienvenida, señora Valdés —dijo con gracia—. Todos estábamos deseando conocerla.
Beatriz esbozó una triste sonrisa.
—Gracias —dijo simplemente.
Entonces, el hijo del jardinero, un niño de unos seis años, se acercó portando un ramo de flores. Se lo entregó a Beatriz con unas frases entrecortadas que la joven ni siquiera entendió. Aun así, tomó el ramo entre los brazos y posó con ternura los dedos temblorosos en la cabecita rubia del niño.
Después echó a andar por el pasillo, seguida de Tomas. Oyó su voz dar una breve orden:
—Que suban el equipaje de la señora a su habitación. —La miró de soslayo y la asió del brazo—. Vamos. Debes de estar cansada.
Se dejó guiar sin resistencia. Al llegar al vestíbulo superior, ya se había hecho una idea de la casa. Criados fieles, estancias cómodas, lujo, calidez. Todo, menos ternura y amor. Tal vez Tomas estuviera dispuesto a ofrecérselo, pero ella no estaba en condiciones de recibir nada.
—Aquí está nuestra habitación —dijo él con total sencillez, empujando una puerta.
Esta se abrió, y ambos entraron en una estancia lujosa.
Beatriz no vio nada salvo la ancha cama que ocupaba el centro de la habitación, símbolo evidente de intimidad. Estuvo a punto de dar un paso atrás y salir corriendo, pero fue lo bastante sensata como para mantenerse inmóvil, fingiendo una indiferencia que no sentía.
—Ponte cómoda —dijo él de nuevo, con la misma naturalidad—. Cuando oigas el gong, baja a cenar. O, si lo prefieres, vengo a buscarte.
—Bajaré.
—Menos mal —rió Tomas, divertido—, ya pensaba que te habías quedado muda. Tienes una voz agradable.
Beatriz no respondió. Esperaba que él se marchara, pero de pronto, Tomas se dejó caer pesadamente en una butaca, la miró con ese modo tan suyo —a medio camino entre la provocación y la curiosidad— y dijo:
—Quítate el abrigo. Aún no sé si eres esbelta o regordeta.
Beatriz pensó con amargura: “Me va a tasar como si fuera una res... o...”
Sin decir palabra, y con ademán automático, se quitó el abrigo.
Tomas no parpadeó. La joven tenía una esbeltez extrema, tan delicada que parecía que su talle podría quebrarse ante la menor sacudida.
Con esa mirada fría y calculadora —la misma que ya conocían bien secretarias, camareras y cantantes de bares con humo—, Tomas fue recorriendo lentamente las curvas de Beatriz. Lo hizo con una lentitud casi sádica, que a ella le resultó insoportable. Parecía evaluar cada detalle. Y, por su expresión, debió quedar satisfecho.