Millonario busca esposa.

Capítulo 7

A la mañana siguiente, se levantó temprano. Se vistió con unos pantalones negros muy ceñidos, largos hasta los tobillos, y un jersey a juego con cuello en pico. Sin maquillaje, con el rostro aún pálido por la noche de insomnio, bajó a la planta baja. Su figura esbelta y femenina contrastaba con su aire frágil. Calzaba unos mocasines rojos que rompían con la sobriedad de su atuendo.

Los criados que fue encontrando en su camino la saludaban con respeto, y ella respondía con una leve inclinación de cabeza.

Encontró a Kay en el vestíbulo, entrando desde el jardín con un cesto de ropa mojada en los brazos.

—Buenos días, —saludó Kay con su habitual dulzura—. Está nevando. He tenido que recoger la ropa. Voy a colgarla en el desván.

—¿Ha salido el señor? —preguntó Beatriz, en voz baja.

Kay sonrió con naturalidad.

—El señor sale casi al amanecer. Esta mañana le ha puesto cadenas al jeep y se ha ido a Castellón. No volverá hasta la noche.

Sola todo el día. Tal vez fuera mejor así. Pero si realmente quería conquistar a Tomas, su ausencia no era precisamente el mejor comienzo.

—¿Quiere desayunar? —preguntó Kay, solícita—. Puedo dar la orden de que le sirvan en el comedor.

—No tengo apetito aún. Voy a recorrer la casa —respondió Beatriz con un hilo de voz.

—Como desee. Hasta luego.

Capítulo 5

Durante todo el día, Beatriz tuvo tiempo suficiente para recorrer la casa y contemplar las numerosas obras de arte que albergaba. Le sorprendió la decoración, nada vulgar, y el buen gusto con el que cada detalle había sido colocado.

Admiró en especial el rincón de la biblioteca, donde los libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Sus autores preferidos parecían haberse reunido allí como si la hubieran estado esperando durante años.

A mediodía, tras haber explorado cada rincón, desde el sótano hasta el desván —incluyendo la alcoba de su marido, que era un caos de objetos masculinos, desde calcetines hasta pipas—, salió al jardín. Se cubrió con una capucha, el último regalo de su padre antes de morir. Luego recorrió las dependencias del servicio hasta el despacho del administrador.

Almorzó sola y, al atardecer, se encerró en la biblioteca con un libro entre las manos. La chimenea ardía con fuerza y resultaba grato aquel rincón. Hundida en un diván, sentía en los pies el calor reconfortante.

«Sería maravilloso —pensó, como si soñara despierta— vivir en este lugar junto a un hombre al que amara... y que me amara más que a su vida».

Sacudió la cabeza. Era absurdo pensar en eso. Desde el día anterior no hacía más que luchar por aclarar sus ideas, y estas se le escapaban, para regresar después en forma de pensamientos absurdos y estúpidos.

Trató de concentrarse en la genialidad de Molière. Por unos momentos logró sumergirse en la lectura, vivir sus escenas, pero de pronto oyó pasos. Ya los reconocía: firmes, seguros, inconfundibles. Lo imaginó alto, fuerte, dominador. Aquella mirada suya parecía desvestirla. Las botas llenas de barro y nieve, la sonrisa sardónica.

La puerta se abrió.

—¡Caramba! —exclamó Tomas con tono burlón—. Ya has encontrado mi rincón favorito.

—Hola —respondió ella sin mirarlo.

Tomas avanzó, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una butaca sin cuidado. Arrastró otra con el pie y se dejó caer pesadamente con un suspiro.

—No hay nada como el hogar —gruñó—. Uno se pasa el día metido en esa ratonera y no deja de pensar en esta chimenea, en este sofá... ¿Qué tal lo has pasado, inglesita?

Beatriz se ruborizó sin poder evitarlo. Era la primera vez que le ocurría algo así. Jamás le había pasado con Jaime, y eso la molestó. Claro que Jaime nunca la había mirado de ese modo. Los ojos de Tomas, fijos ahora en su cuerpo, parecían despojarla de todo.

—Bonita figura —rió él con tono socarrón—. Pero a mí me gustan más vestidas de mujer.

—Los pantalones son cómodos para estos lugares.

—Puede ser —admitió, encogiéndose de hombros.

Ya no volvió a mirarla.

—¿Qué lees?

—A Molière.

—¿Y quién es ese? —preguntó con sorna, y antes de que ella pudiera contestar, añadió—. Bueno, no me tomes por un patán. Lo soy, hasta cierto punto, sobre todo en literatura. Ya te habrá dicho Guillermo que nunca pasé del tercer grado.

Como si no esperara respuesta, extendió las piernas sobre otra butaca, entrecerró los ojos y recostó la cabeza en el respaldo.

—Tengo los huesos molidos. Pero voy a salir. Pasaré la noche en el centro con unos amigos. —Suspiró—. ¿No cenaremos juntos?

A Beatriz no le molestó que se fuera con amigos, pero sí la forma tan natural con la que lo decía. Pensó con cierto egoísmo que un hombre casado no debería seguir comportándose como un soltero. También pensó en su propia actitud la noche anterior.

—Creo —dijo con brusquedad, poniéndose en pie— que mi deber es preguntar a Kay cómo va la cena.

—Perfectamente —respondió él con una sonrisa—. No es mucha molestia, ¿verdad?

Ella no contestó.

Salió de la estancia más humillada de lo que imaginaba.

Los ojos de Tomas, aquellos ojos que parecían pecar al mirarla, la siguieron hasta que desapareció. Cuando la puerta se cerró tras ella, apretó los labios. Le gustaba aquella muchacha. Le gustaba mucho... como no le había gustado ninguna otra.

No parpadeó, porque tenía un dominio absoluto sobre sus facciones, pero se quedó estupefacta, con los labios entreabiertos y las pupilas medio ocultas bajo la celosía de sus pestañas.

Tomas estaba allí, en el umbral de la biblioteca. Un Tomas diferente. Tan diferente, que resultaba difícil asociarlo con aquel hombre rudo, de ropa burda, que fue a esperarla al aeropuerto.

Vestía un traje gris de impecable corte. Camisa blanca, corbata sobria. Llevaba el gabán en una mano y el paraguas en la otra. Moreno, de rostro curtido, los ojos grises y penetrantes resaltaban con intensidad. Más que un granjero adinerado, parecía un magnate inglés, dispuesto a presidir una junta financiera.




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