Millonario busca esposa.

Capitulo 8

Tuvo más que suficiente tiempo para pensar durante esos quince días, pero no lo hizo. Le daba miedo quedarse sola con sus pensamientos. Jaime la había besado muchas veces, sí, pero esos besos se reciben y se olvidan casi al mismo tiempo. Tomas no. Tomas no era un hombre que pudiera pasar desapercibido en la vida de una mujer. Ella no se consideraba ni mejor ni peor que ninguna otra, pero era mujer, y en esos quince días sintió en sus labios el fuego del beso de Tomas.

Asustada, se preguntó si lo amaba. ¿Puede una mujer amar a un hombre en veinte días, cuando ya cree amar a otro?

En ese tiempo no recibió ni una llamada ni un mensaje de Tomas. Quizá los criados o el administrador sabían algo más, pero ella no preguntó, y nadie se lo dijo. Se fue acostumbrando a su papel de ama de casa. Cambió algunas costumbres, empezó a dirigir el hogar, y parecía que todos estaban dispuestos a complacerla.

Esa noche, mientras estaba en la biblioteca, una sirvienta la interrumpió para avisarle que la llamaban por teléfono.

—Pásame la llamada —pidió.

La biblioteca era su lugar favorito. La chimenea ardía sin descanso, y sobre la mesa estaba el teléfono fijo. Tomó el auricular y preguntó:

—¿Sí?

—Hola.

Solo ese “hola” bastó para que se estremeciera. Entre mil voces habría reconocido esa. Se sorprendió de lo mucho que la voz de Tomas la afectaba. ¿Sería que ya se estaba volviendo más sensible? Siempre había sido una mujer racional, pero ahora sentía algo raro, como si la atracción física la confundiera. No era normal esa agitación en ella. Apretó el teléfono con fuerza y fingió indiferencia:

—Parece que estás muy cerca.

—Lo estoy.

—¿Dónde?

—En la oficina. Vine en mi helicóptero, lo compré en Madrid. ¿Puedes venir a buscarme? Ya sabes cómo llegar: sacas el jeep, giras a la izquierda y sigues recto.

—Será mejor que te quedes a dormir ahí.

—Ponme con Coote entonces. No puedo dormir ahí, dejaron las chimeneas apagadas y hace un frío tremendo. Solo tengo una turca y pocas mantas.

—Está bien.

—Avísale.

Colgó sin contestar. No llamaría a nadie. Ella iría. Se levantó decidida y miró el reloj: medianoche. No era la hora más adecuada para salir, pero no le importaba. Era valiente.

Fue a su cuarto, agarró una chaqueta gruesa del armario y se la puso. Vestía pantalones oscuros y botas altas; había estado montando a caballo por la tarde y no tenía ganas de cambiarse.

Se puso un gorro de lana y salió al jardín con las llaves del jeep en la mano. La nieve ya se había derretido y los caminos estaban secos, pero hacía un frío intenso, tanto que el agua de los charcos estaba congelada.

—Voy a tener que conducir con cuidado —pensó mientras se subía al coche—. Las pistas de Londres donde yo corría son muy diferentes a esto.

Aparcó a pocos metros de lo que supuso era la oficina. Había luz en una ventana. Bajó y caminó rápido hacia la puerta. Estaba entreabierta. Solo tuvo que empujar para entrar.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Tomas desde dentro.

No respondió. Se guió por la voz. Empujó la puerta por completo y entró. Tomas estaba junto a una pequeña cocina, con las mangas de la camisa remangadas, un poco despeinado y con una sonrisa en la cara.

—Has venido, mujer. Gracias.

Ella, en la entrada, lo miró fija, desafiándolo, y eso dibujó una sonrisa traviesa en los labios sensuales de Tomas.

—No te quedes ahí parada. He venido de viaje. Hace más de quince días que no me ves y ni siquiera me saludas.

Ese beso... fue como si lo recibiera en ese instante. Sintió el estremecimiento de una falsa posesión, como si Tomas la tocara de verdad.

Tomas dejó lo que estaba haciendo y dio dos pasos hacia ella. Ella pensó, casi en un susurro:

—Que no me bese de nuevo. Que no me toque...

Tomas no hizo nada. Con las piernas abiertas, imponente y observándola con una sonrisa torcida, se quedó mirándola.

Estuvo a punto de decirle: “He estado en Madrid y en Londres, ¿me sigues? Guillermo me contó hasta el último detalle de tu vida. También conocí a Jaime, aunque él ni sabe quién soy. Imposible que una mujer como tú haya pensado en un tipo tan insignificante como él.” Pero se calló. No era el momento.

Le tomó la mano, sorprendido:

—Estás fría como la nieve.

Beatriz se apartó.

—Hace un frío que no se aguanta —dijo.

—Sí, tienes razón. Siéntate, vamos a tomar un café. Pensé que Coote vendría a buscarme…

—No me pareció apropiado.

Tomas la miraba con una intensidad que la hizo sentirse desnuda. De repente, se dio la vuelta y volvió a la pequeña cocina.

—He venido a buscarte —le soltó con voz tensa.

No le gustaba esa cercanía. Esa intimidad le inquietaba. Creía conocer a Tomas. Cada día un poco más. Y le daba miedo. No por sus golpes —no tenía miedo a eso—, sino por sus besos y su sarcasmo. Al fin y al cabo, ella solo era una mujer que sabía poco de hombres. Pero después de conocer a Tomas, se daba cuenta de que lo suyo con Jaime había sido un juego para niños ricos. Esto era otra cosa. Muy distinta. Tomas era absorbente, dominante. Tenía un extraño poder sobre las mujeres.

—Siéntate en la turca, Beatriz —pidió, con su tono natural—. Te sirvo un café.

—Creo que debería irme.

—Después. ¿Tan incómoda te sientes conmigo?

Ella se irguió, como si la estuvieran insultando.

—No hay intimidad.

Tomas soltó una risa baja. Con dos tazas llenas en las manos, se acercó y se sentó en el borde de la turca.

—Toma —dijo, mirándola a los ojos—. Tranquilízate un poco. Llegué a este lugar helado como un témpano.

Beatriz tomó la taza, casi sin pensar, y bebió de un sorbo. Tomas era más alto que ella. Aun sentado, la dominaba. Dejó de mirarla y tomó su propio café. Luego le quitó la taza de las manos y la dejó sobre la mesa. Se quedó allí, junto a ella, en silencio, tomando su mano.

—Estás helada.




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