No lo vio hasta esa misma noche.
Lo esperaba para cenar. Tomas entró en el comedor a las diez en punto. Vestía traje de calle y, por su aspecto, Beatriz supo que iba a salir. Sintió que el suelo se le deslizaba bajo los pies. Solo imaginar que él pudiera besar y tocar a otra mujer como lo había hecho con ella la estremecía de dolor. Claro que creía que, cuando ella lo mirase, Tomas se transformaría en un hombre vencido y dominado por la pasión, como aquel amanecer.
—Hola —dijo él al entrar—. ¿Cómo andas de humor, querida?
Ella se sonrojó intensamente. Mil recuerdos de esas horas la invadían y subían desde el corazón a la cara. Pero Tomas, al parecer, no se dio cuenta de nada. Para él, pasar unos momentos íntimos con una mujer era tan trivial como fumarse un cigarrillo. Al menos eso sintió ella, humillada en lo más profundo.
—Estoy bien —respondió entre dientes.
—Ese vestido te queda de maravilla. ¿Dónde lo compraste?
—En Londres.
—Londres es una ciudad maravillosa, ¿no? Allí no hay patanes como yo.
—¿Te estás burlando?
—¿Cómo podría burlarse un pobre gusano como yo de ti?
¿Acaso ya había olvidado que ella... que ella...? Beatriz apretó los labios y no respondió.
Tomas desplegó la servilleta y comenzó la cena. Habló de todo: las oficinas, el ganado, la casa, los criados, su viaje a Madrid... Evitó hábilmente cualquier tema íntimo. Al acabar, se levantó, rodeó la mesa, se inclinó hacia ella y le besó la cabeza.
—Hasta luego, querida.
Beatriz estuvo a punto de gritar: ¿Adónde vas? ¿Con quién? Pero no lo hizo. En ese instante entendió que Tomas era duro como una roca. Podía ser un amante ardiente, pero también frío como el hielo.
Tomas salió sin esperar respuesta. Un rato después, Beatriz escuchó el motor de su coche perderse cuesta abajo.
En su habitación, se tiró de bruces sobre la cama y ocultó el rostro entre las manos.
—¿Qué me pasa? ¿Por qué esta desesperación, esta ansiedad? ¿Lo amo?
Se sentó, miró al frente y lo supo: lo amaba. Ni Jaime ni nadie podrían arrancar de su corazón ese anhelo, esa ansiedad que le consumía y la hacía sentirse pequeña.
Pero entonces, ¿por qué no se lo dijo la noche anterior? ¿Por qué, cuando él le preguntó, no tomó su mano y se lo confesó con el alma? ¿Por qué?
—¡Porque soy una estúpida! —susurró para sí—. Porque todavía estoy sorprendida de mí misma. Porque en ese instante en que él quería saber lo que pensaba, no podía... o no sabía pensar, porque sentía que estaba en otro mundo.
Ir hacia él y decirle eso... No podía humillarse tanto. Él tenía una personalidad arrolladora. Pero ella también tenía la suya, y no podía someterla a los caprichos de Tomas.
—Necesito olvidarme de todo esto. Necesito recordar quién soy. Que todo en mí sea diferente, pero auténtico. Necesito...
Volvió a cubrirse el rostro con las manos. Más calmada, pero consumida por los celos y la rabia, se levantó y empezó a desvestirse.
—Caerá de nuevo —murmuró frente al espejo—. Sé que me necesita. Lo he visto y sentido. Volverá, me preguntará, y entonces le diré... le diré que lo necesito tanto como él a mí.
Con esa convicción, se acostó, cerró los ojos y pensó en él. Un estremecimiento la recorrió, y revivió aquellos momentos enloquecedores en la oficina.
Beatriz se había levantado muy temprano. Había pasado la noche en vela, meditando cada detalle hasta casi el amanecer.
Con las chinelas en los pies, caminó decidida hacia la habitación de su marido. Empujó la puerta, que estaba entreabierta, y entró con paso firme. Pero toda la seguridad que había reunido se desmoronó al instante: la cama de Tomas estaba intacta. La habitación, vacía.
Se dio la vuelta lentamente, con el rostro pálido. Solo la idea de que Tomas hubiera pasado la noche con otra mujer la desquiciaba por completo.
Al salir, se lo encontró en el umbral, riendo, divertido.
—¡Beatriz! —exclamó él—. ¿De dónde sales con esa ropa tan… ligera?
La miraba sin emoción, sin deseo. Solo había en él cansancio e indiferencia.
En ese momento, ella comprendió que jamás podría dominarlo. Para convivir en paz con Tomas había que aceptarlo tal cual era: imprevisible, anárquico, imposible. Y ella no estaba dispuesta a convertirse en una muñeca de cera en sus manos.
—Ya veo que pasaste la noche fuera —dijo, sin mirarlo.
—Sí —respondió él con tranquilidad—. Acabo de llegar. Como si viniera de la oficina tras cerrar una nómina.
—¿Ocurre algo nuevo para que madrugues tanto y vengas a mi humilde alcoba? —preguntó con sarcasmo.
La humillación la golpeó de lleno, dejándola sin aliento.
—Déjame pasar.
Tomas se apartó con calma.
—No pensaba impedírtelo. Oye, ¿quieres venir conmigo a la oficina dentro de un rato?
¿A la oficina? ¿Ahora que, de pronto, parecía una mujer ante sus ojos?
Beatriz pasó frente a él sin responder. Tomas la dejó ir, todavía sonriendo. Pero cuando la puerta se cerró tras ella, apretó los puños y soltó un gruñido ahogado.
—Pretende dominarme —murmuró para sí—. Pues no lo conseguirá, aunque me muera por ella. ¡Y me muero, maldita sea!
Un rato después, ya vestido para comenzar la jornada, Tomas se dirigió a la habitación de Beatriz.
Ella se vestía tras el biombo.
—¿Vienes o no vienes? —le gritó desde allí.
Beatriz, que nunca había sido especialmente coqueta, ahora lo intentaba. Necesitaba encontrar algún equilibrio en esa vida inestable junto a aquel hombre de voluntad férrea.
Recordó una película en la que una mujer lograba conquistar a su marido apareciendo vestida solo con su combinación. Inspirada, salió tras el biombo sin haberse puesto todavía el vestido, con una fingida naturalidad.
Tomas parpadeó al verla, pero captó la intención y, aparentemente tranquilo, comentó con una risa fría:
—No es precisamente bonita esa combinación.
Beatriz estuvo a punto de arrojarle el biombo a la cabeza.