Millonario busca esposa.

Capítulo 10

Lo supo un mes después. Se horrorizó. ¿Qué pensaría Tomas? No quiso decírselo. Decidió esperar, el tiempo que hiciera falta. Se encerró en su habitación durante las horas en que él estaba en la oficina.

Reflexionó mucho, aunque no llegó a ninguna conclusión clara. En esa casa era la dueña del hogar, pero respecto a su marido, no tenía poder alguno. Apenas lo había visto en todo ese mes. Tomas pasaba el día fuera, y por las noches o salía, o se metía directamente en la cama, alegando un cansancio insoportable. Parecía huir de ella, aunque Beatriz prefería no pensarlo así.

Si Guillermo los hubiera visto actuar, seguramente le habría dicho a su esposa:

—Son demasiado parecidos. Dos fuerzas poderosas que chocan, pero que tarde o temprano terminarán encontrándose. Cuando eso ocurra, nada podrá separarlos. Pero todavía no se entienden. Son orgullosos. Ella no cede, ni es sincera. Él no se deja dominar, tampoco es sincero.

Pero Guillermo no estaba allí. Solo le quedaba el recuerdo del abrazo de despedida que Tomas le dio, acompañado de una única advertencia:

—No intervengas, bajo ningún concepto. Yo la dominaré, y ella me dominará a mí. Pero solos, sin ayuda de nadie.

Guillermo parecía olvidar que apenas dos meses antes había casado a la amiga de su mujer con su mejor amigo.

Mientras tanto, Beatriz rumiaba su pena y, a la vez, una alegría inmensa: la pena de amar sin ser correspondida, y la dicha de saberse futura madre.

Eso era exactamente lo que sentía aquella noche cuando Tomas llegó a casa a la hora de la cena y la buscó en la biblioteca.

—¿Estás ahí, Beatriz?

Ella no respondió.

Era terca. Tomas habría preferido matarla antes que verla tan callada, solo para luego adorarla sumisa y dulce. Viva, era difícil imaginar a Beatriz siendo sumisa y dulce. Aunque él aún la recordaba así... ¿Por qué no podía seguir siendo como entonces? ¿Por qué habían sido tan breves esos momentos?

Entró en la biblioteca. Ella miraba ropa por Interned.

Tomas se sentó frente a ella, inclinándose hacia adelante.

—¿Para quién es?

—Para ti —respondió sin mirarlo.

Él arqueó una ceja.

—¡Caramba, Beatriz…! ¿Desde cuándo te preocupas por mí?

—¡Bah!

—Sí, ¿desde cuándo? A veces creo que sigo soltero.

«Porque quieres», pensó ella.

—Para todos los efectos, lo estás. Pero vas a tener un hijo.

No planeaba decirlo así. Pero lo soltó con una frialdad que había aprendido de él, como si nada en la vida le importara demasiado.

Vio cómo Tomas se incorporaba lentamente, solo para volver a dejarse caer en el sofá, como un peso muerto. También notó que le costaba mantener la compostura.

Extendió las manos hacia la chimenea y comentó con indiferencia:

—Hace frío afuera.

Beatriz lo observó. Tomas esbozó una sonrisa algo torpe.

—Así que… un hijo. Es… una gran noticia.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Tomas se levantó y fue hasta el escritorio, abrió un cajón. Permaneció allí, inclinado, como si no tuviera nada mejor que hacer.

—¿Quién te lo confirmó?

La pregunta salió como un suspiro.

—Nadie.

—Iremos al médico mañana mismo —dijo sin mirarla—. No quiero hacerme ilusiones.

—No imaginé —dijo ella, controlando la emoción— que tener un hijo significara tanto para ti.

Él se volvió.

—No me conoces —murmuró—. Ya lo sabes. Te lo he dicho: no me conoces.

—No haces nada para que te conozca.

—Lo que tú quieras que haga.

—¿Eso es… un reproche?

Volvió a sentarse frente a ella. Si sentía alguna emoción, no se reflejaba en su rostro rígido, salvo quizás en esa media sonrisa imposible de descifrar.

Beatriz, desolada, pensó que nunca llegaría a conocerlo de verdad. Una vez creyó hacerlo. Una vez creyó tenerlo entre sus brazos, real, completo… pero todo se desvaneció como humo.

—Mañana iremos al médico —repitió él—. O si prefieres, puedo traer al médico aquí.

—Prefiero ir a la clínica.

—Iremos juntos.

Cuando salieron, subieron al coche. Tomas, al tomar el volante, dijo con tono seco:

—Ten cuidado. Recuerda que lo que llevas dentro es la mayor esperanza de mi vida.

—¿Acaso crees que no es también la mía?

—No puedo saberlo. Es mi hijo, y tú me detestas.

—Dame un cigarrillo —pidió ella de pronto. Encendió el cigarro, dio una calada y, fumando con lentitud, añadió con dificultad: —Creo que nos detestamos mutuamente.

Thomas la miró un segundo. Nunca le pareció tan poderoso como en ese instante. Moreno, el rostro atezado, ojos grises, boca dura… Aquella boca que, al besar, se convertía en una caricia intensísima… ¿Por qué no volvió a besarla? ¿Por qué decía que la detestaba, si, como hombre experimentado, sabía que…? ¿Por qué no se comprendían y, sin embargo, se necesitaban? Ella lo necesitaba a él, aunque jamás se lo diría. Él… ¿no la necesitaba? Nunca olvidaría aquella noche en la oficina. Una noche que jamás se repetiría. ¿Por qué? ¿Por qué no eran sinceros ahora, cuando entre ellos había un lazo indisoluble?

Esperó la respuesta de Tomas, pero no llegó. Al rato comentó sin darse importancia.

—La primavera se acerca. Pienso prescindir de la ayuda municipal y construir una carretera desde la casa a las oficinas. El camino es largo y penoso.

Beatriz no tuvo nada que decir.

Él la miró.

—Vas muy callada. ¿Te sientes bien?

—Por supuesto.

—¿Tu familia ha tenido partos fracasados?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Me molestaría mucho que se frustrara mi hijo. ¿O a ti no te interesa que venga al mundo?

—Desde que salimos de la clínica me estás ofendiendo.

—Perdona —rió con esa cachaza odiosa para ella—. Eres tan susceptible…

—No sabes cómo soy.

La miró un instante.

—Sí que lo sé —susurró burlón—. Creo saberlo. Ya no eres tan desconocida para mí como piensas. No lo eres. Te conozco bajo una faceta que tal vez nunca pensaste que conocería. Tal vez es —añadió sardónico— la única que conozco.




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