Millonario busca esposa.

Capítulo 11

Beatriz estaba sola en la biblioteca cuando sonó el móvil.

—¿Sí?

—¿Cómo estás, Beatriz?

Era Tomas. Su voz. Inconfundible. ¿Dónde estaría?

—Beatriz —rió al otro lado—. ¿Te has quedado muda?

—¿Dónde estás?

—En Madrid.

Ella no dijo nada. Llevaba más de una semana fuera. En ese tiempo había pensado dejarlo todo y volver a Londres. ¿La buscaría Tomas si se marchaba?

No. Lo dudaba.

—Beatriz… ¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Dónde estás ahora?

—En la biblioteca.

—Pensando —añadió él, como si pudiera verla.

—Para eso está el cerebro, ¿no?

—No. Pensar demasiado arruga el alma.

—Por eso tú sigues tan joven.

—Si eso es una ironía, me encanta —respondió, medio en broma.

—Oye, Beatriz… ¿Cómo va lo del bebé?

—Bien. Todo va bien.

—No te has ido…

Ella apretó los labios, cerró los ojos. Los dedos se aferraron al móvil. Se iría. Todavía lo pensaba. No era fácil lidiar con tanta soledad.

—¿Me estás escuchando?

—Sí. Me queda como un mes.

—Entiendo.

Hubo un breve silencio. Y entonces él soltó:

—Te echo de menos.

Ella no dijo nada.

—¿Y tú? ¿Me echas de menos?

—No.

—Eres cruel. Adiós.

Dos días después, al anochecer, una de las criadas la llamó desde la terraza:

—Señora, la llaman por teléfono.

Beatriz fue corriendo a la biblioteca, con el corazón acelerado. Pensó: Es él. Aún piensa en mí…

—¿Hola?

—Beatriz… —La voz al otro lado era femenina, suave—. Beatriz…

—¿Laura? —susurró, atónita—. ¿Eres tú?

—Sí… No esperabas oírme, ¿verdad? Pero aquí estoy.

—¿Dónde estás?

—En casa. Hacía tanto que no sabía nada de ti que hoy no aguanté más. Le dije a Guillermo: “Tengo que llamar a Bea. Necesito saber cómo está”.

—Voy a ser madre.

—¡Oh! —exclamó Laura—. Siempre supe que Tomas era un buen hombre para ti. ¿Sabías que Guillermo volvió ayer de un viaje de negocios? Se encontró con Tomas en Londres. ¿Por qué no fuiste con él? Ya sabes cómo son los hombres con sus secretarias… siempre al borde del desastre —rió—. Pero tú eres tan guapa y joven que dudo que Tomas te cambie por otra.

Hubo una pausa, como si se estuviera mordiendo la lengua, y luego añadió:

—¿Por qué no venís a pasar un tiempo aquí con nosotros? Podrías venir tú primero… y si te animas, quizás yo también me sume a Londres por una temporada.

—¿A Londres? ¿Por qué?

— Es mi tierra…

—Tienes un acento un poco raro. ¿No van bien las cosas, Bea?

—Claro que sí.

—¡Ah! Me asusté por un momento.

—No tengas miedo.

Hablaron un rato más, de trivialidades, de esas conversaciones que mantienen dos mujeres que no terminan de ser sinceras la una con la otra. Laura no podía serlo, porque conocía por su marido la verdad sobre la relación entre Tomas y su amiga íntima. Beatriz, por su parte, no consideraba prudente compartir sus penas, ni siquiera con Laura.

Cuando colgó y se miró al espejo, suspiró con amargura. Mentir no era nada fácil.

Con curiosidad, quería saber quién era esa secretaria que acompañaba a Tomas en su viaje, pero no era correcto preguntar. Sin embargo, a la mañana siguiente fue a buscar a Kay.

Kay era muy habladora, conocía a Tomas desde hacía mucho tiempo y sabía todos los detalles de su vida. No era una mujer lo suficientemente lista para captar que ella deseaba información que ella guardaba.

La encontró en el granero, echando maíz a las gallinas. Beatriz se apoyó en los alambres que cercaban el corral y, fumando despacio, empezó a charlar con Kay.

—¿Cuántas gallinas tenemos, Kay?

—Muchas docenas, —respondió la mujer, a quien le caía muy bien la joven inglesa—. Recojo huevos todos los días. ¿Sabe usted cuántos salen al mercado cada semana?

—Ya vi cargar el carro. Entre hortalizas y huevos, vivimos todos —dijo, por decir algo.

—No, no. Todo lo que saco de los huevos es para mí. El señor me pidió que guardara ese dinero.

—El señor es muy generoso.

—Mucho. El señor tiene su empresa, pero le gusta la vida de campo.

—Lo echará de menos.

—Todos lo echamos de menos. También usted, ¿verdad?

Más de lo que nadie podría imaginar. Pero no lo dijo. Solo asintió con un leve movimiento de cabeza. Al rato agregó:

—Menos mal que no va solo. Le acompaña una secretaria.

—Betty —rezongó Kay entre dientes.

Beatriz notó la rabia contenida en Kay, pero no quiso darle más importancia. Con cautela, susurró sin preguntar, como si lo diera por sentado:

—Cuando era soltero hacía lo mismo. Betty era su favorita…

Kay la miró sorprendida.

—¿No le molesta que el señor se vaya de viaje con una lagartona así?

—No. ¿Por qué iba a molestarme? Es su secretaria. Un poco atrevida, quizá…

—Mucho. ¿Sabe las veces que antes de casarse con usted venía Betty a buscarlo? Yo oigo cosas. Los criados hablan y hablan. Dicen que Betty es ambiciosa y lista, y que no le importaría ser esposa o amante… Como esposa ya no puede ser… Yo, en su lugar, le pediría que despidiera a Betty.

—No soy celosa —dijo Beatriz, con ganas de llorar, sintiendo cómo los celos le desgarraban el corazón en pedazos.

Kay se encogió de hombros, con esa humanidad tan grande que la caracterizaba.

Beatriz tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó y dijo:

—Hasta luego, Kay.

—Que lo pase bien, señora. Tómese un poco el sol, está muy pálida.

Beatriz se encerró en su habitación y se sentó al borde de una butaca, con las manos apretando las sienes, perdida en sus pensamientos. ¿Qué hacer? Ya sabía lo que deseaba. Betty, la secretaria favorita, era la amante de su marido, como seguramente lo fueron Linda y muchas otras antes de que ella fuera su esposa. Pero antes no lo era. Y ahora…

De repente se levantó, recta, decidida. No podía humillarse pidiéndole a Tomas que volviera y la amara, pero sí podía impedir que siguiera entreteniéndose con… Betty.




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