Millonario busca esposa.

Capítulo 12

Cuando Tomas bajó del avión privado, saludó a todos con su habitual carisma. Conversó con los empleados, les soltó alguna que otra broma, y enseguida preguntó por su coche.

Un empleado lo trajo enseguida, colocó la maleta en el maletero y se alejó sin decir palabra.

Tomas entró en la oficina. Betty estaba allí, con una expresión amarga, casi desafiante. Él soltó una risa, le dio una palmada en el hombro y dijo, sin filtros:

—Lo siento, Betty. De verdad. No fue el viaje más divertido del mundo. Nunca pensé que podría amar tanto a mi mujer.

Su tono se suavizó un poco.

—Quería ponerme a prueba. Entre todas mis secretarias, tú eras la más guapa, la más atrevida. Si no me hubieras sacado de mi encierro con tus encantos, probablemente hoy seguiría creyendo que ninguna mujer me importaba de verdad… excepto la mía. Y ¿sabes qué? Me alegra haberlo comprobado. Estoy enamorado de Beatriz. De forma ridícula, absurda… pero completamente real. ¿Quién lo hubiera dicho, tratándose de mí? Yo, conformándome con una sola mujer.

—¡Lárgate Tomas! —le gritó Betty—. ¡Y ahórrese el discurso!

Él soltó una carcajada. Tomó su cartera de piel de la mesa y se fue directo al coche.

Pocos minutos después, cruzaba en su auto el sendero que atravesaba los campos. Casi un mes sin ver a Beatriz. Demasiado tiempo. Cuando partió, nunca pensó que se alargaría tanto. Luego surgió ese viaje inesperado a California. Días incómodos, monótonos, al lado de una Betty desesperada por agradarle. Pero ya no funcionaba. Ninguna mujer del mundo podría desplazar a Beatriz de su corazón.

Él, que nunca había tenido escrúpulos, que se había divertido con mujeres casadas, viudas, solteras… ahora estaba atrapado por una sola. Una mujer altiva, orgullosa, que lo amaba, sí, pero que se negaba a admitirlo.

Durante todos esos días, no la imaginó en su actitud habitual: fría, distante, contenida. No. La pensó como aquella noche, vulnerable, entregada, ardiente. Su boca, su piel, su mirada… Esa era la Beatriz que él conocía, la que deseaba. La que necesitaba.

Detuvo el coche frente a la escalinata y bajó de un salto. Miró la casa con ilusión. Siempre se había sentido orgulloso de ella, su mayor logro. Pero hoy no veía ladrillos ni arquitectura. Hoy solo veía un hogar. Su hogar. A la mujer de su vida. Y al hijo… el hijo de los dos.

Aunque Beatriz siguiera distante, tenían algo en común. Algo que no tardaría en llegar. Una vida que los unía, aunque ella no lo aceptara.

—Buenas noches, señor.

—Kay.

La levantó en vilo, le dio dos besos en cada mejilla, algo que jamás hacía.

Con voz baja, urgente, casi nerviosa, preguntó:

—¿Dónde está ella?

—Arriba.

—¿En su cuarto?

—Sí, señor.

—Gracias, Kay.

La soltó con suavidad y subió corriendo las escaleras. Llevaba un traje gris perfectamente cortado, zapatos que brillaban como nuevos. Venía de la ciudad. Se notaba. Fuerte, seguro de sí mismo… y aun así, reducido al temblor de un adolescente por el deseo incontenible de verla.

Se detuvo a mitad de la escalera, jadeando. No le importaba si ella lo recibía con frialdad. Ya no. No soportaría otro día lejos. La llevaría con él, aunque no le dirigiera una caricia. Aunque no le dijera nada. Solo tenerla cerca bastaba.

—¡Beatriz! —llamó al llegar al pasillo—. ¡Beatriz!

Su voz era un susurro suplicante, casi un gemido.

—Beatriz…

Giró el pomo de la puerta con manos temblorosas.

—Beatriz…

La puerta se abrió lentamente. Y ahí estaba ella.

Pálida. Demacrada. Pero más hermosa que nunca.

Beatriz temblaba frente a Tomas. Un Tomas sincero, feliz, sonriente. Ahora sí conocía a su marido. Era ese hombre, ni más ni menos, el que la miraba embelesado, que tomaba su mano y la llevaba a sus labios, y le decía en voz baja:

—Ahora dime… Dime lo que querías decirme.

Era el momento. Beatriz se apartó de él y, casi mecánicamente, se cruzó la bata alrededor del cuerpo. Tomas la observó: frágil, hermosa, delicada. Incluso para amarla, ella era distinta, única.

—Beatriz…

Quiso tocarla, pero ella retrocedió un paso. Estaba muy pálida. La luz que la iluminaba dejaba en evidencia las profundas ojeras que rodeaban sus ojos.

—Estás enferma…

—No.

—Ven, Beatriz. Sentémonos aquí. Todavía es temprano para bajar a comer. No ha sonado el gong. Perdóname por haberte dejado tanto tiempo sola. Creo que me ha venido bien. Me he encontrado a mí mismo… a través de ti —sonrió, con ternura—. Ya no habrá más nubes en nuestra vida. Cuando nazca nuestro hijo, Beatriz, la mayor esperanza que tengo —ella se estremeció de pies a cabeza y tuvo que apoyarse en el respaldo de una butaca—, iremos los tres a los viajes. Te prometo que iremos los tres.

Tomas sacó un pequeño estuche y lo abrió: un collar de perlas. Luego, un sonajero para el bebé.

—¿Sabes lo que significa para mí nuestro hijo, Beatriz? ¿Lo entiendes? Seguro que sí —se puso de pie y se acercó a ella—. Lo entiendes, ¿verdad? Porque para ti es igual. No sé qué sería de mí sin ese hijo. Creo que me arrancarían la vida a golpes.

Beatriz se tambaleó.

Tenía que decírselo… Tenía que decirle la verdad. Abrió los labios, pero los cerró de nuevo, como si un fuego los sellara.

Estaba segura: lo perdería, él la culparía, pensaría que ella…

—¿Te pasa algo, Beatriz?

Lo miró sin verlo, con los ojos llenos de una nube, a punto de llorar. Él nunca la había visto llorar. Tal vez si se abrazara a él y sollozara…

Pero sería lo mismo. Las palabras, dichas con lágrimas o en seco, tendrían el mismo significado.

—He pensado en ti todo el tiempo, Beatriz —susurró TOmas, inclinándose para mirarla a los ojos. Cuando ella intentó evitar su mirada, él le sostuvo la barbilla y la miró profundamente—. No soy un hombre delicado como los que estás acostumbrada a tratar. Pero soy un hombre, y te amo. Te necesito como el hambriento necesita el pan, como el sediento el agua. Nunca antes había sentido esto. No podía mantener mi promesa. No podía esperar a que vinieras a mí. Soñé que yo iba a ti, te tomaba de la mano y me seguías dócilmente. Y así fue. No sé decir frases bonitas, tal vez eres demasiado delicada para mí, pero en el amor somos solo un hombre y una mujer. Así pasa, siempre.




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