Se levantó muy temprano, para verle antes de que se fuera a la oficina.
Ya no estaba. No preguntó. Sería poner al descubierto su extraño modo de vivir.
Durante toda la mañana anduvo por la casa y por el parque como una autómata. No podía juzgar a Tomas por todas las injurias que le había dicho. Un hombre como él, tan arraigado al deseo de poseer un hijo, era lógico que reaccionara como lo hizo. Solo le quedaba una esperanza: que un día Tomas comprendiera su injusto proceder y rectificara, y entonces ella no haría una escena ni reprocharía su actitud anterior. Lo admitiría en su vida y lo amaría con todas las fuerzas de su ser.
Fue aquella tarde, precisamente, cuando pidió que le ensillaran un caballo. El criado la miró con cierto asombro.
—¿Va a montar otra vez?
—Sí. Procure que sea un potro manso.
Montó en él y se dirigió al poblado próximo. Necesitaba desahogarse. Contar a alguien cuanto le ocurría. Y nadie mejor que aquel sacerdote, a quien no pudo ver en una ocasión también trascendental en su vida.
El sacerdote, joven y afable, tomaba el sol sentado en un banco de piedra ante la pequeña iglesia.
Al ver a la joven y bella dama, se puso en pie y fue hacia ella ayudándola a desmontar del caballo.
—Buenas tardes, padre.
—Buenas, hija.
—Soy la esposa de Tomas Valdés.
—Conozco a Tomas. Alguna vez viene por aquí a traerme hortalizas de sus tierras. Solemos charlar un rato. Ya me dijo que se había casado con una inglesa. Venga, vamos a sentarnos. Me da la impresión de que viene a contarme algo.
Beatriz asintió con un breve y silencioso movimiento de cabeza. El sacerdote la tomó del brazo y la hizo entrar en la sacristía.
—Esto es húmedo —comentó, como si pretendiera distraerla—. Las ventanas están tan altas que es difícil que el sol, protegido por el techo del cabildo, entre por ellas. Tome asiento. Cuénteme qué le ocurre.
Se lo contó. Desde el momento en que perdió a su padre, que Jaime la abandonó y sus amigos fueron a buscarla, hasta el momento en que Tomas le dijo todas aquellas cosas horribles.
Al referir lo de su hijo, sollozaba. El padre la dejó terminar y aún la permitió llorar. Después, muy suavemente, empezó a hablar.
—Cometiste un error al casarte de ese modo. Eres católica. Hubo en ti un fallo tremendo, Beatriz.
—Le amé en seguida.
—Pero suponga que no le amara y él no le amara a usted. La cruz la tenía bien merecida, no solo usted, sino él también. Pero puesto que las cosas ya están así y el pecado cometido, tal vez redimido por el amor que pese a todo os une, supongamos que existe una disculpa y que Dios os haya perdonado.
—¿Y ahora? ¿Qué hago yo ahora? Usted sabe que no maté a mi hijo por gusto. Que si aquella tarde monté a caballo, fue desesperada porque quería pedirle consejo a usted. Sentía que perdía a mi marido. Ya le amaba, padre. Le amé desde un principio. A veces pienso que empecé a amarlo cuando Laura, mi amiga, me habló de él…
—Ahora ya no se trata de su hijo, sino de Tomas. Todo lo que le dijo fue movido por su gran desesperación. Yo sabía, él viene por aquí muchas veces, ya se lo dije, que estaba muy ilusionado con ese hijo…
—Pero yo no fui responsable.
—Eso es lo que tiene que hacerle comprender a Tomas.
—¿Cómo?
—Con su actitud resignada, sumisa y amante.
—Él me desprecia.
—No. Tomas es incapaz de despreciar a nadie. Parece una montaña inexpugnable y es solo un montículo que se atraviesa en dos zancadas. Conozco bien a Tomas. Hace mucho ruido, pero es como un adolescente lleno de ilusiones y hasta de ingenuidades.
—No conozco a mi marido bajo ese aspecto.
—Si analiza la cuestión… ya le conoce. Piense en él, no como le vio después de saber lo de su hijo, sino como le vio junto a usted al regreso de su viaje.
Beatriz bajó la cabeza.
—Sí —asintió con un suspiro—. Sí.
—Aquel hombre era un ser enamorado nada más. Apasionado, ilusionado, tierno e ingenuo. Un sentimental perdido, ¿verdad?
—Sí —admitió—. Creo que sí.
—Pues es usted quien puede hallar de nuevo a ese hombre perdido en sí mismo.
—¿Cómo?
—Ya se lo dije. Con su dulzura y su paciencia. Las mujeres atesoráis grandes cantidades de paciencia y ternura cuando amáis.
—Me ha ofendido.
—Si bien usted misma dice que no le guarda rencor.
—No puedo.
—Eso es lo mejor. Tendréis otros hijos.
—Él no quiere saber nada de mí.
—Conoce poco a los hombres —rió enternecido—. Es usted muy infantil.
—Él dice que soy orgullosa y altiva.
—Un parapeto. Bajo la altivez y el orgullo, las mujeres ocultáis grandes debilidades que ni vosotras mismas os atrevéis a confesar.
—Conoce usted bien el alma humana.
—Vivo en ella. Vaya a casa. Espere a Tomas. No le mire con odio. Mírele con ternura. Es lo que más fácilmente desarma a un hombre.
—Sí, padre.
—Y cuando vaya a tener otro hijo, no monte a caballo.
—No lo haré, no.
—Adiós, Beatriz. Venga de vez en cuando por aquí. Por desgracia no tengo muchos feligreses. La gente del lugar se olvida fácilmente de sus deberes para con Dios.
—Le prometo que vendré.
La vio subir al caballo y aún le dijo adiós con la mano. Sonrió. Todo en la vida tenía arreglo. Aquello era más fácil que su problema con los habitantes del poblado.
Beatriz cabalgó despacio. Pensaba en Tomas. No ya en sí misma, sino en él únicamente, en aquel hijo frustrado que ella lloró noche tras noche. No se extrañaba de que Tomas la culpara. Ella era la portadora de aquel niño y debió cuidarle.
Apretó los labios. No podía pensar, porque de hacerlo tendría que llorar de nuevo y prefería guardar todas sus energías para tratar a Tomas sin alterarse.
Desmontó del caballo frente a la casa y subió despacio. Él no había llegado aún. Kay se encontraba en la terraza, limpiando un macetero.
—No debe montar a caballo, —dijo Kay con suavidad—. Ya sabe lo que ocurrió.