El reloj del hospital marcaba las tres de la madrugada.
La lluvia golpeaba los ventanales con fuerza, como si el cielo acompañara su dolor, su miedo y la mezcla de emociones que la atravesaban.
Clarissa apretó los dientes, respirando como la enfermera le indicaba.
—Vamos, Clarissa, una vez más. Ya casi está —dijo la voz dulce de la doctora, que se sentía lejana entre el ruido y las luces blancas.
“Ya casi está.”
Dos palabras que le dieron fuerza cuando creyó que no podía más.
Habían pasado nueve meses desde aquella noche que cambió su vida.
Nueve meses de trabajo, estudios y lágrimas contenidas.
Nueve meses de enfrentar miradas, juicios y el miedo constante de no ser suficiente.
Pero ahí estaba.
Dando a luz sola, sin una mano que sostuviera la suya, sin una promesa que la esperara afuera.
Solo ella y esa pequeña vida que estaba por llegar.
Un último esfuerzo, un grito, y de pronto el llanto de un bebé llenó la sala.
Fuerte. Vivo.
Su corazón se detuvo un segundo antes de romperse en mil pedazos de amor.
—Es un niño —anunció la enfermera con una sonrisa cansada.
Cuando lo colocaron sobre su pecho, Clarissa sintió que el mundo se hacía pequeño, que todo lo malo desaparecía.
Era diminuto, tibio, frágil… y sin embargo, parecía tener la fuerza de un universo entero.
—Hola, mi amor… —susurró, con la voz entrecortada—. Bienvenido, Noah.
Las lágrimas se mezclaron con el sudor y la emoción.
Lo miró a los ojos, y en ese instante comprendió que nada volvería a ser igual.
El cansancio la vencía, pero no quiso dormir.
Solo lo observaba, maravillada, como si no pudiera creer que esa pequeña vida dependiera de ella.
Días después, el alta llegó.
Con Noah en brazos, Clarissa salió del hospital sin flores ni visitas, solo con una mochila y una promesa:
Nunca más estaría sola, porque ahora se tenían el uno al otro.
Los primeros meses fueron los más duros.
Entre biberones, noches en vela y trabajos mal pagados, hubo momentos en que pensó en rendirse.
Pero cada vez que su hijo sonreía, todo valía la pena.
Con el tiempo, Noah creció fuerte y curioso, con esos mismos ojos claros que alguna vez la miraron con deseo y ahora la miraban con amor.
Y mientras lo veía dormir, Clarissa juró que nada ni nadie volvería a arrebatarle la paz que había construido con tanto sacrificio.
✿ ✿
El auditorio estaba lleno.
Los aplausos resonaban como un eco de años enteros de esfuerzo, desvelos y sacrificio.
Clarissa subió al escenario con el corazón latiendo desbocado y los ojos nublados por las lágrimas.
A un lado, entre el público, una pequeña figura agitaba una mano con emoción.
Noah, vestido con una camisa blanca y un moño torcido, sonreía con orgullo desde la primera fila.
Apenas tenía año y medio, pero su mirada parecía entenderlo todo.
—Con honores, la mejor de su promoción: Clarissa Aragón —anunció la directora, y el aplauso fue aún más fuerte.
Clarissa tomó el diploma con las manos temblorosas.
Por un instante, todas las noches en vela, los trabajos agotadores y las lágrimas escondidas se resumieron en ese pedazo de papel.
Había llegado.
Contra todo pronóstico, había llegado.
Mientras se bajaba del escenario, sintió el peso de todo lo vivido y el alivio de saber que no se había rendido.
El orgullo no era solo por su título, sino por haber cumplido la promesa que le hizo a su hijo aquella noche en el hospital: que algún día todo valdría la pena.
Después de la ceremonia, las risas y los abrazos se mezclaban con la emoción.
No tenía familia que la esperara, pero no la necesitaba.
Noah corrió hacia ella, y Clarissa lo alzó en brazos, girando con él entre risas.
—Lo logramos, campeón —susurró, besándole la frente—. Lo logramos los dos.
Con el diploma bajo el brazo, Clarissa creyó que lo más difícil había pasado.
Pero la vida no se lo puso fácil.
Las entrevistas de trabajo fueron un desfile de miradas desconfiadas y preguntas incómodas:
¿Tiene hijos?, ¿Podrá cumplir con el horario completo?, ¿Cuenta con alguien que la ayude?
Las respuestas siempre eran las mismas: sí, sí y sí.
Aunque en el fondo sabía que no tenía a nadie más que a sí misma.
Pasaron meses de rechazos, trabajos temporales y noches sin dormir, pero nunca perdió la fe.
Hasta que un día, su esfuerzo dio fruto.
Una empresa de marketing reconocida abrió una vacante para asistente administrativa.
Clarissa se presentó sin esperanzas, pero con determinación.
Habló con seguridad, mostró su portafolio, y por primera vez alguien la escuchó sin prejuicios.
—Nos gusta su actitud, señorita Aragón. Empieza el lunes —le dijeron.
Aquella tarde caminó por la calle con Noah dormido en su carrito y una sonrisa en el rostro.
No era el trabajo de sus sueños, pero era el comienzo.
Había pasado de ser una estudiante perdida a una madre que luchó contra todo. Y mientras el sol se escondía entre los edificios, Clarissa supo que ese era el primer paso hacia la vida que siempre había querido.