Mio, Tuyo, Mi Secreto

El nuevo jefe

Era él.

Alto, impecable, con un porte que imponía respeto.

Más maduro, más imponente.

El traje oscuro acentuaba su figura y sus ojos —esos ojos— parecían atravesar todo a su paso.

Clarissa sintió que el mundo se detenía.

Oliver Ferlan.

Era él.

El hombre de aquella noche.

El padre de Noah.

Su respiración se volvió irregular.

Los recuerdos la golpearon como una ola: la música, la lluvia, su sonrisa… esa noche que creyó borrada por el tiempo.

Oliver avanzó hacia el frente con pasos seguros.

Saludó a los directivos, intercambió algunas palabras formales, y luego su mirada se movió por la sala.

Y la encontró.

Por un instante, ambos se quedaron inmóviles.

Solo un segundo… pero bastó.

Los años, las excusas, las heridas: todo se redujo a esa conexión muda que el destino parecía disfrutar repitiendo.

Él frunció ligeramente el ceño, como si tratara de reconocerla.

Ella bajó la mirada, fingiendo revisar sus papeles, aunque su corazón latía tan fuerte que temía que alguien pudiera oirlo.

—Espero contar con todos ustedes para esta nueva etapa —dijo Oliver, con voz firme—. La empresa crecerá, y quiero que cada departamento aporte lo mejor.

Clarissa apretó los labios.

Su voz seguía igual. Profunda. Segura y tan familiar que el aire se le atascó en los pulmones.

—Quiero conocer a cada jefe de departamento —anunció él, rompiendo el silencio—. Tendremos reuniones individuales esta semana.

El corazón de Clarissa dio un salto.

Eso significaba que tendría que verlo… sola.

Frente a frente.

Tragó saliva, intentando recuperar la compostura.

Porque ahora lo sabía con certeza:

El hombre con el que compartió aquella noche… era su nuevo jefe.

Cuando la reunión terminó, trató de salir sin llamar la atención, pero una voz la detuvo.

—Señorita… —ella se giró lentamente—, ¿Aragón, verdad?

Oliver estaba frente a ella.

Más cerca de lo que hubiera deseado.

—Sí, señor —respondió, disimulando el temblor en sus manos.

—He leído sobre su trabajo en el departamento de marketing —dijo él, sin apartar la mirada—. Ha hecho un excelente trabajo.

—Gracias. Solo cumplo con mi deber —contestó con una sonrisa profesional que apenas sostenía.

Oliver asintió, aunque su expresión mostraba algo más que interés laboral.

—Estoy seguro de que nos veremos seguido, señorita Aragón.

Y antes de que pudiera responder, él se alejó.

Clarissa lo siguió con la mirada, con el corazón desbocado.

No sabía si reír, llorar o salir corriendo.

Solo una cosa era cierta: el pasado acababa de entrar por la puerta principal de su vida.

El reloj marcaba casi las cinco y media cuando Clarissa salió del edificio.

El aire de la tarde le golpeó el rostro, pero no logró despejarle la mente.

Caminó hacia su auto con paso automático, sin ver realmente a nadie.

Su nuevo jefe era el mismo hombre al que juró no volver a ver.

El mismo que, sin saberlo, era padre de su hijo.

Suspiró, intentando controlar el temblor de sus manos mientras encendía el motor.

El tráfico era denso, pero ni siquiera lo notaba. Su mente seguía atrapada en esos segundos en que sus miradas se cruzaron.

¿La había reconocido?

¿Podría haber visto en ella algo familiar?

Una vocecita en su interior gritaba que debía mantener la calma.

Eran adultos.

Ella tenía una vida, un hijo, un puesto importante.

Nada podía salir mal… si sabía cómo manejarlo.

Llegó a la guardería justo cuando las luces del atardecer teñían las ventanas de naranja.

Apenas entró, escuchó la risa inconfundible de Noah.

El niño corrió hacia ella, con los brazos extendidos.

—¡Mamá! —exclamó, saltando a sus brazos.

Clarissa lo alzó, respirando ese aroma dulce y cálido que solo él tenía.

El nudo en su pecho se aflojó un poco.

—¿Cómo estuvo tu día, campeón? —preguntó, acariciándole el cabello.

—Bien. Comí todo y dibujé un dragón gigante —respondió con orgullo, haciendo ademanes con sus pequeñas manos.

—¿Un dragón? —sonrió—. Tendrás que mostrármelo.

Caminaron hacia el auto, de la mano.

El sol se escondía detrás de los edificios, y mientras Noah le contaba su día, Clarissa lo observaba con una mezcla de amor y miedo.

Clarissa lo miró por el retrovisor, y por primera vez en todo el día, sonrió de verdad.

Porque sin importar lo que pasara mañana,

él seguía siendo su razón para resistir.

La noche cayó sobre la ciudad con una suavidad extraña, como si el mundo entero quisiera darle un respiro.

Clarissa manejaba con el sonido de la voz de Noah llenando el auto.

El niño le contaba con entusiasmo cómo su dragón de papel había “volado de verdad” en la guardería, y ella asentía, sonriendo de tanto en tanto, aunque su mente seguía reviviendo esa mirada.

La mirada de Oliver.

Trató de apartarla.

Noah merecía su atención completa.

Al llegar a casa, el pequeño corrió hacia la puerta.

—¡Yo abro, mamá!

Clarissa lo siguió, dejando su bolso sobre la mesa de la entrada.

La casa olía a hogar: a jabón recién usado, a madera tibia, a los días sencillos que había aprendido a amar.

Encendió las luces, se quitó los tacones y respiró hondo.

—¿Pizza o pasta? —preguntó, tratando de sonar animada.

—¡Pasta con queso! —gritó Noah, levantando las manos.

—Entonces, pasta con queso será. —sonrió.

Mientras preparaba la cena, Noah revoloteaba a su alrededor, contándole historias imposibles sobre dragones que vivían en el refrigerador y castillos escondidos en los cajones.

Clarissa reía, dejándose contagiar por su imaginación.

La cena fue un pequeño caos lleno de risas, salsa derramada y anécdotas inventadas.

Cuando terminaron, Noah se subió a su regazo.

—Mamá, ¿tú estás cansada?




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