El martes amaneció antes de que Clarissa pudiera sentirse realmente descansada.
Había dormido, sí, pero su mente no.
Toda la noche, entre sueños y despertares breves, un par de ojos claros la perseguían como un eco inevitable.
Cuando el despertador sonó, Noah ya estaba sentado en su cama con su peluche en brazos.
—Mamá, ya salió el sol —anunció como si fuera una noticia urgente.
Clarissa esbozó una sonrisa cansada.
—Entonces vamos tarde —bromeó, aunque su voz tembló apenas.
La mañana transcurrió entre rutinas conocidas: desayuno improvisado, carreras, zapatos desaparecidos, risas.
Noah, feliz, ajeno a todo lo que alborotaba el interior de su madre.
Y Clarissa agradeció esa normalidad. Ese pedacito de paz antes del caos.
Pero en cuanto dejó al niño en la guardería, la realidad la golpeó de nuevo.
El tráfico parecía más lento, el aire más pesado.
Quizá era ella. Quizá era el miedo.
Al llegar a la empresa, lo primero que notó fue el cambio en el ambiente.
Una tensión nueva, casi palpable, recorría el pasillo.
Todos hablaban en voz baja, más arreglados de lo normal, más atentos a cada detalle.
El nuevo CEO ya estaba en el edificio.
Clarissa respiró hondo, intentando convencer a su corazón de dejar de golpearle el pecho.
Caminó hacia su oficina con pasos firmes, pero sus manos temblaban apenas lo suficiente para delatarla a sí misma.
Lucía, su asistente, se acercó de inmediato.
—Buenos días, jefa. Él… ya llegó.
—Lo sé —respondió Clarissa con una sonrisa profesional que no llegaba a sus ojos—. ¿A qué hora es la reunión con él?
—Tiene agendadas reuniones individuales desde las once. Usted está programada a las… —Lucía titubeó— …once y treinta.
Perfecto.
Media hora para perder la cordura.
—Gracias. Prepárame los informes y las propuestas del trimestre —dijo Clarissa, refugiándose en el trabajo para no pensar.
Pero pensar era inevitable.
Mientras revisaba reportes, su mente volvía, una y otra vez, al momento en que sus miradas se cruzaron.
El ceño ligeramente fruncido de Oliver…
Como si su rostro le resultara familiar.
Tragó saliva.
—Tranquila —se susurró a sí misma—. Él no tiene por qué recordarte. Fue solo una noche. Él no supo tu nombre. No… no tiene por qué unir nada.
Pero la voz interna que tantas veces venció tormentas estaba muda.
Media hora después alguien golpeó la puerta.
—Clarissa, el nuevo CEO está recorriendo los departamentos —avisó Lucía, nerviosa.
El corazón se le desbocó.
¿Tan pronto?
Se puso de pie con suavidad, ajustó su blazer y respiró hondo, adoptando la postura segura que había aprendido con los años.
No importaba lo que sintiera por dentro, por fuera tenía que ser impecable.
El murmullo en el pasillo aumentó.
Pasos. Voces.
Y una presencia que no necesitó ver para reconocer.
Oliver.
Clarissa se mantuvo de pie unos segundos, sintiendo cómo una ola de calor le recorría la espalda.
Por un instante creyó que el aire acondicionado se había apagado, pero luego comprendió que era ella:
su respiración se había vuelto corta, irregular, casi imperceptible.
Intentó moverse, pero sus piernas parecían haberse convertido en columnas de mármol.
—Vamos… respira —murmuró apenas, cerrando los ojos un instante.
Cuando los abrió, el pasillo entero estaba en alerta.
Los empleados se estiraban la ropa, bajaban el tono de voz, tomaban archivos aunque no los necesitaran solo para fingir diligencia.
Se podía sentir un aire distinto, casi eléctrico, como si todos supieran que algo grande estaba por ocurrir.
—¿Estás bien? —preguntó Lucía desde la puerta, preocupada.
Clarissa asintió, demasiado rápido.
—Sí, claro. Solo… mucho trabajo.
La joven no pareció convencida, pero no insistió. Le entrego un par de carpetas y se marcho.
Clarissa dejó los documentos sobre el escritorio, caminó hacia la ventana y apoyó la mano en el borde frío.
El vidrio estaba helado, pero su piel ardía.
¿Y si él la recordaba?
¿Y si al verla, algo en él hacía clic?
No debería. No tenía por qué. Eran dos desconocidos que coincidieron una sola noche.
Pero Oliver no era cualquier hombre.
Había algo en él… en su mirada, en la manera en que la observó sin realmente verla…
Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—Casi llega aquí —susurró Lucía, en el tono de alguien anunciando la llegada de un huracán.
Clarissa parpadeó varias veces, el pulso acelerándose como si hubiera pasado de trotar a correr.
—¿Dónde está ahora?
—Recursos Humanos y… luego viene aquí.
Clarissa asintió lentamente.
Eso le daba algunos minutos.
Minutos que no sabía si agradecía o detestaba.
Volvió al escritorio, organizó los documentos por quinta vez, ordenó los bolígrafos, limpió una mancha imaginaria del monitor.
Todo para mantener sus manos ocupadas, aunque su mente gritaba.
Cada tanto miraba hacia el pasillo.
Y cada vez que escuchaba pasos, el corazón se le disparaba.
Un grupo de empleados pasó apurado, cuchicheando.
—Dicen que es joven… —murmuró uno.
—Y exigente —respondió otro.
—¿Y vieron cómo mira todo? Como si analizara cada detalle…
—Sí. Da miedo.
Clarissa tragó saliva.
Sabía que no se referían a ella, pero igual sintió un pinchazo en el pecho.
Ella ya conocía esa mirada analítica.
La había visto en él antes…
solo que entonces había sido un poco más cálida.
De repente, el ascensor cercano se abrió con un “ding” suave.
Las conversaciones en el pasillo se apagaron al instante.
Un silencio tenso cayó como una manta pesada.
Clarissa dejó de respirar sin darse cuenta.
Los pasos se acercaban.
Firmes.
Seguros.
Reconocibles para ella, aunque habían pasado años.