—¡Existe un sentido para esta vida! —susurro, como si al decirlo pudiese invocar su verdad, mientras mi mirada se posa en el calendario colgado sobre una pared de ladrillos de barro, en el rincón opuesto de la habitación.
Contemplo los objetos en ese muro terracota con una atención nueva, como si al fin pudiera ver su historia secreta. Lo cotidiano adquiere otra textura cuando se mira con ojos que duelen.
Y entonces llega, inesperado: un pensamiento me atraviesa como un relámpago seco, iluminando rincones que prefería oscuros. Trae consigo un eco de tristeza antigua. Me impulsa a moverme, pero no lo hago. Me quedo sentada en la cama, suspendida entre lo que soy y lo que temo ser.
Los rayos del sol atraviesan las ventanas coloniales con una delicadeza casi cruel, envolviendo la habitación en una escena sin argumento. Un instante suspendido, sin lógica, sin guion. Como si el universo se hubiera detenido para escuchar mi silencio.
¿Alguna vez viste cómo el polvo danza cuando se encuentra con la luz?
¿Y qué sentiste?
Yo solo pienso en todo lo que ha pasado frente a mí… y en cómo sigo aquí. En el mismo punto.
¿No se suponía que crecer era avanzar? ¿Que el tiempo nos arrastraba hacia alguna evolución?
—Al parecer, tu evolución tomó una siesta eterna. —ironiza una voz familiar desde el eco de mi mente.
Mila.
Ella llega como siempre: sin anunciarse, con pasos altivos y una ironía tan afilada que casi corta.
—Aaliayh, pensar en lo que pudo ser es una trampa elegante. Yo, Mila Rodríguez con Z, debí estar en París de compras con mi amiga Coco Chanel. Pero dime, ¿crees que ella fundó su imperio preocupándose por los estándares mediocres de otros?
Pausa. Siempre hace pausas como si estuviera en escena.
—¿Y tú? ¿Qué hiciste con aquella Aaliayh que se sabía inteligente, bella, invencible? ¿Dónde quedó el plan de conquistar el mundo como Pinky y Cerebro? Casi me creo tu monólogo barato de autocompasión.
Sonrío. No sé si por ternura o resignación.
—Hola, Mila —susurro.
En los últimos meses me he diseccionado con obsesión. He abierto cajones, desmontado recuerdos, desenterrado emociones con arqueológica precisión. Me he perdido en mí, buscando respuestas a preguntas que aún no sé formular.
He querido rendirme. Soltar. Dejar de luchar contra la marea.
Pero siempre regreso. Al mismo lugar.
Una carrera sin meta. Un círculo sin salida.
Silencio.
Pero sólo por segundos.
—¡Hello, hola, bonjour, halo! —ruge Mila—. La Tierra llamando a Aaliayh… Uno, dos, tres… ¡Cámara, lista y acción!
—¿No crees que es momento de levantarte? Tus miserias mentales pueden esperar. Dales vacaciones, si quieres. Pero tú… tú necesitas avanzar.
Mila… mi consciencia vestida de sarcasmo. Mi pequeña tempestad. Aunque jamás le diré que, a su manera, es un milagro.
Estoy a meses de cumplir treinta. Y nadie —absolutamente nadie— me preparó para esta edad. Yo había imaginado una vida como un escaparate: carrera impecable, bodas cinematográficas, hijos que ríen en cámara lenta. Un feed de Instagram perfectamente curado.
Pero la vida… la vida no tiene filtros. Ni hashtags que salven.
—¿Tus hijos? ¿Más caos para este mundo absurdo? —interviene Mila con su habitual falta de compasión.
Sonrío. Porque sí. Porque ya no tengo respuestas.
La luz, otra vez, me toca el rostro. Cruda, directa. Me recuerda que existe algo más allá del dolor: el movimiento.
Tal vez —solo tal vez— este sea el instante en que se empieza a escribir otra historia. Una sin promesas. Pero con dirección.
Como cada mañana, me levanto a las 6:00 a.m.
Me siento como una sirena varada entre las olas del Caribe y la rutina. Hay días en que el sol y la sal no combinan. Hoy es uno de esos.
Me enfrento a mi cabello indomable, me ducho, me visto.
Bajo a la cocina. Mi refugio. Heredada de mamá, esta casa colonial me abraza con sus recuerdos. En la cocina, los aromas guardan secretos de infancia.
Elijo mi té favorito: verde con jengibre y limón. Lo siento, café, no nací para ti.
Me acerco al ventanal de madera. Afuera, el patio duerme. La luz entra como una promesa suave. Me pierdo en mis pensamientos. En futuros que no existen.
—¡DESPIERTA! —grita Mila, y me arrastra de vuelta al presente.
Mis amigas están en Samaná. Me han dejado sola con mis pensamientos, lo cual debería estar penado por ley. Marie me envía fotos: mares turquesa, montañas verdes, casas de colores. Todo parece una postal editada con amor.
Yo no tomo muchas fotos. No me interesa documentar una vida que aún no me parece del todo vivida.
Prefiero recordar sin pruebas.
—¿Estás segura? —murmura Mila, con una ceja levantada en mi imaginación.
Ya son las 9:00 a.m.
Salgo al trabajo en transporte público. Una decisión que requiere fe y tolerancia.
Santo Domingo es una sinfonía de caos. Bocinas, gritos, calor, gente que camina como si el mundo no existiera.
—¡Niña, cuidado! —musita Mila, como madre improvisada.
Ignoro el ruido. Levanto la vista.
Me gusta mirar las nubes.
¿Sabías que cada una tiene un nombre según su forma?
Cúmulos, estratos, cirros…
Todas distintas. Caóticas. Hermosas. Conviven sin necesidad de orden.
Ojalá nosotros, los humanos, supiéramos hacer lo mismo.
Suspiro.
Ya es hora de trabajar.