6:00 a.m.
Me despierto con una canción anclada en la mente: Man of Your Word —esa melodía que, entre susurros y acordes, me arrastra hacia un recuerdo que se niega a desvanecerse.
A veces intento alejarlo, evitar que retumbe en mi cabeza, pero hay momentos en que ese recuerdo se cuela como un frío soplo de aire que eriza la piel y hace que todo tiemble por dentro.
Tengo ocho años en ese instante congelado. Mi padre acaba de irse de casa.
Desde la puerta de la habitación, observo a mi madre sentada en la cama, con la espalda encorvada, ajena a mi presencia, absorta en su propio abismo.
Llora sin medida. Llora con una desesperación que perfora mi pecho.
Sus lágrimas son un río caudaloso que inunda el cuarto y también mis ojos.
Siento su dolor, tan tangible que me atraviesa.
En ese momento comprendo que todo aquello en lo que ella había creído se deshace, se desvanece ante sus ojos, y no hay nada que podamos hacer para sostenerlo.
La relación de mis padres era un juego cruel de poder, un terreno minado donde uno pisaba al otro para sobrevivir.
Tóxico, invisible para el mundo, pero devastador para nosotras.
No sólo entre ellos, sino dentro de nosotras mismas, un abismo se abrió, profundo e implacable.
Y entonces, mi padre volvió, como cada día, y decidió partir para siempre.
Nos dejó atrás, como si fuésemos juguetes rotos, desechables, reemplazables.
Nunca logré entender esa indiferencia, pero sí sentí esa punzada ardiente que marcaría toda mi vida.
Sus sueños —y los míos— estaban rotos, dispersos en mil pedazos.
Sentí el mismo dolor profundo que ella, una herida abierta en el alma.
Fue ahí, en ese instante helado, que algo dentro de mí se quebró.
Por más que intenté recomponer las piezas, las grietas siguen allí, invisibles para los demás, pero vivas en mí.
Parada en aquella habitación fría, fija en un pequeño rayo de luz que entraba por la ventana, prometí que nadie más entraría a mi corazón.
Que nadie me lastimaría de nuevo.
Que levantaría muros de hormigón armado más fuertes que los del Canal de Panamá.
—¿Me darías el contacto de esos ingenieros? —musita Mila desde la sombra—. Has convertido tu alma en una fortaleza impenetrable, Aaliayh.
—Lo sé —respondo con melancolía—. Una fortaleza medieval, antigua, imponente.
En el cuarto de al lado, mi hermana, indiferente a todo, parece vivir en otro mundo, como si nada la tocara.
Pero sé que también lleva sus propias batallas, escondidas en la oscuridad.
En mi camino, hubo tropiezos, desilusiones y lágrimas. Nada es perfecto. Nada.
—¿Cuándo lo entenderás? —susurra Mila—. Todo tiene un propósito.
Me digo que algún día llegaré, que Dios me permitirá lograrlo. Espero, paciente, aferrada a esa esperanza.
Mi madre, Josephine, fue un faro en medio de la tormenta.
Ella superó sus batallas y me enseñó que puedo ser la mejor versión de mí misma, a pesar del mundo que me rodea.
Para ella, el simple hecho de que me graduara y tuviera un “sueldo cebolla” ya era un triunfo —aunque ella misma se pregunta por qué sus hijas evaden el cariño como si fuera fuego.
Nos volcamos a nuestras carreras, a construir un futuro, a veces a costa de nosotras mismas.
Ella volvió a casarse, encontró un hogar lejos de aquí, con Isaac, mi padrastro, y parece feliz.
Mi hermana, en cambio, sigue a su propio ritmo, enfrentando ese mundo interior que por años escondió.
Pero la luz busca siempre la manera de entrar, aunque a veces solo logre iluminar una pequeña rendija.
Ayer envié un mensaje a todos —incluido mi padre— con la noticia de mi logro.
Su respuesta fue un escueto “Está bien.”
Esa es su manera de decir que está feliz por mí, al menos eso quiero creer.
Sé que todos cargamos con historias pesadas en la espalda, relatos que moldean nuestras vidas en soledad y tristeza.
Mi madre me felicitó con orgullo, seguro ya está contándoselo a todo el mundo.
Isaac me llamó para animarme, como siempre.
Mi hermana… bueno, ella es como un clon femenino de nuestro padre.
—Así es ella —sonríe Mila—, fría, distante, pero parte de este mosaico imperfecto.
Hoy llegaré un poco más tarde al trabajo.
Alguien abre la puerta de mi habitación: Marie, que llegó anoche.
Yo soy de las que duerme temprano, “duermo con las gallinas,” como dicen por aquí.
Marie salta sobre mi cama y empieza a hablar sin parar, como siempre.
Detrás de ella viene Danha, tranquila, pausada, impredecible, y saca una pequeña escultura: una muñeca sin rostro, típicas en nuestro país.
Sabe que colecciono esas piezas y me la ha comprado.
Nos abrazamos y la charla fluye, entre risas y recuerdos, hasta que Danha comenta las locuras que aguanta de Marie, y no puede evitar reír al imaginar un viaje con nosotras dos.
Intentamos montar una coreografía para In the Mood de Glenn Miller, nuestro himno jazzístico, aunque terminamos entre tropiezos y carcajadas.
—Marie, ¡eres tan ruidosa! —le digo—. Anoche escuchaba tus pasos por toda la casa.
—¡Estaba todo oscuro! —responde ella, con una sonrisa.
Danha está más alegre últimamente, lo noto.
De repente, desde el fondo del closet, escucho a Marie cuchichear:
—¡Hasta yo estaría alegre en tu lugar!
—¿De qué me he perdido? —pregunto, sorprendida.
—De todo. Vives en Júpiter —responde mi vocecita interior.
Danha es diferente a nosotras. Viene de un ambiente elitista, donde la apariencia lo es todo.
Rara vez habla de su familia, como si se hubiera desconectado de su mundo.
Es economista, callada, reflexiva, siempre educada —algo que Marie debería copiar, murmura Mila con humor.
Recuerdo cuando la conocimos: fue a través de un anuncio en la web, buscando alquilar una habitación.
Marie no quería que alquilara cerca de ella, así que fui yo quien tomó la iniciativa.