La hacienda La Milagrosa era una de las más reconocidas de la región, famosa por producir los mejores granos de café, su insignia cada vez que se hablaba de ella. Era una belleza inmensa, con cientos y cientos de acres de tierra fértil, cuyo corazón era una majestuosa mansión colonial. La familia Beaumont había habitado esas tierras por generaciones, desde que sus ancestros llegaron de Europa en tiempos de la conquista. Aquellas tierras, y todo lo que en ellas había, eran un legado centenario que había pasado de mano en mano, hasta llegar a Edmund Beaumont y, finalmente, a su única hija, Evangeline.
Al atravesar las plantaciones de café, el aroma de los hornos donde se secaban los granos despertó a Evangeline. Con un ligero dolor en el cuello, se estiró en su asiento, y su nana, siempre atenta, le ofreció un poco de agua.
No pasó mucho tiempo antes de que llegaran a la casona, pero algo llamó la atención de Evangeline: había varios coches aparcados en la entrada. "Al parecer, vamos a tener invitados", pensó, con una mezcla de emoción y pereza.
—¡Sorpresa! —dijo su padre, ayudándola a bajar del coche—. He invitado a algunos amigos a pasar el fin de semana en la hacienda.
—Y no me mires así —continuó con una sonrisa divertida—. Todos han liberado espacio en sus agendas para estar aquí por tu cumpleaños.
Evangeline, aún algo aturdida por el viaje, lo miró con una ceja levantada, claramente escéptica.
—Padre, no dudo de sus buenas intenciones, pero ¿está usted seguro de que esto no tiene nada que ver con su deseo de conseguirme un marido? —dijo, un tanto exasperada. No podía evitar pensar que aquella reunión no era tan inocente como su padre intentaba hacerle creer. Por la cantidad de coches aparcados, estaba segura de que no se trataba de "algunos amigos”.
Nada más entrar a la casa alcanzo a reconocer a varias personas, algunos amigos y conocidos de su padre. Unos tomando una copa en la sala y otros conversando en los pasillos mientras eran atendidos por la servidumbre, una reunión muy animada.
—Ven hija, vamos a saludar— expreso su padre, mientras ordenaba que subieran las valijas a las habitaciones, su nana se despidió para ir a desempacar su equipaje—. Algunos invitados están aquí desde ayer y otros llegaran en el transcurso del día.
—¿Otros? — dijo en un tono de queja muy bajo para que no la escucharan.
—Otros pocos— le susurro su padre, e inmediatamente puso una sonrisa que siempre ponia para hacer negocios—. Buenos días, que alegría contar con su presencia señores.
—No podíamos faltar a una invitación suya señor Edmund, no todos los días tenemos la oportunidad de reunirnos tan relajadamente y mucho menos en honor a la mujer más bella de todo San José—expreso uno de los hombres que estaba en el centro del circulo que se había formado, tomo su mano enguantada y le dio un sonoro beso—Esta usted más esplendida cada vez que la vemos señorita Evangeline.
En ese momento, Evangeline agradeció al cielo no haberse quitado los guantes, porque de otra manera habría tenido que sentir los pegajosos labios del señor Carranza sobre su mano. A pesar de tener casi 40 años y haber rechazado cortésmente sus acercamientos en múltiples ocasiones, él seguía sin entender. Sin embargo, como tenía negocios con su padre, ella estaba obligada a soportarlo.
—Me halaga usted demasiado, señor Augusto, más aún, habiendo tantas mujeres hermosas en esta casa —dijo humildemente mientras, con algo de dificultad, retiraba su mano prisionera—. Verdaderamente agradezco a todos por tan grata compañía en un día como hoy.
De esa manera, logrando esquivar nuevamente sus avances, Evangeline continuó saludando a los demás invitados dentro de la casa, muchos de los cuales apenas conocía. Luego, su padre la llevó al jardín, donde había más personas, esta vez en su mayoría mujeres, con quienes pudo conversar más amenamente. No tenía muchas amigas cercanas, salvo Rosa, quien en ese momento no estaba en la ciudad.
Habiendo cumplido su deber de anfitriona, Evangeline finalmente pudo descansar y dejar que cada quien disfrutara de la casa como quisiera. Algunos se entretenían en la piscina, otros charlaban en los jardines, y algunos más exploraban la finca. Aliviada, subió a su habitación, se dio un baño y se puso algo más cómodo para dar un paseo por la hacienda antes del almuerzo. Sabía que, después de la comida, todos querrían su atención, ya que ella era la razón de la celebración.
Con un vestido más suelto, zapatos de cuero y un sombrero de paja, se dirigió hacia las caballerizas. Al llegar, saludó a su yegua Melaza, su fiel compañera de escapes desde que tenía memoria. El relincho de la yegua, al sentir sus caricias, le confirmó que estaba tan contenta como ella de verla después de semanas.
—Perdóname, querida compañera. No pude venir antes —susurró mientras acariciaba su lomo—. Ya sabes que al gran jefe no le gusta que venga sola a la hacienda. He sido negligente contigo, pero te aseguro que pregunté por ti, y me contaron que devoraste todos los terrones de azúcar de la hacienda —añadió, sonriendo ante la confesión del mozo de cuadra.
Con habilidad, Evangeline sacó a Melaza de su corral y la ensilló ella misma, ignorando las súplicas del mozo, quien insistía en hacer su trabajo.
Libre, galopando a toda velocidad sobre su pura sangre, escapó de la mansión. El viento en su rostro desordenaba su cabello, que pronto se soltó de los ganchos y voló con libertad. Este era el momento que más amaba de estar en el campo: sentir la conexión con la naturaleza. Ni siquiera el sol sobre su piel le molestaba.