Evangeline, aturdida y con la respiración agitada, intentaba contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Maldita su tendencia a llorar cuando estaba nerviosa, pensó. No sabía si correr o quedarse allí, pero una cosa era cierta: había cruzado una línea y sin saberlo ahora estaba enredada en un juego peligroso del que no conocía las reglas.
Sebastián, desde el suelo, observaba la escena con incredulidad. A pesar de ser él quien estaba herido, parecía que la que iba a desmoronarse era ella. Le sorprendía que, en medio de todo, la mujer que acababa de dispararle fuera tan impactantemente bella. Por unos instantes, había sentido su respiración detenerse al verla correr hacia la escopeta, lo que lo había puesto en desventaja.
La estudiaba mientras el dolor palpitaba en su pierna. A pesar de la situación, no pudo evitar apreciar su belleza con detalle. Parecía irreal, como surgida de un sueño febril o de un recuerdo que no le pertenecía. Su cabello negro como la noche más profunda caía desordenado alrededor de su rostro, y sus ojos, dos pozos de agua cristalina, parecían reflejar una pureza que contrastaba con lo que acababa de suceder. Sus labios, rosados y de apariencia suave les recordaban a los pétalos de una rosa, y su piel, tan tersa y suave como la seda, lo cautivaba, aun sin haberla tocado.
Era majestuosa, pensó, como una muñeca de porcelana, pero con una fuerza y determinación que lo habían tomado por sorpresa. Incluso con el sudor en su frente y el cabello despeinado, su belleza era deslumbrante. Si no fuera por la bala que acababa de incrustarse en su pierna, hubiera creído que tenía frente a él a un ángel.
Sonrió débilmente, a pesar del dolor, y su mirada seguía posada en ella. Al ver sus ojos cristalinos iguales de un siervo herido, deseo poder consolarla y evitar que esas lagrimas salieran.
—De verdad... no sé si admirarla o tenerle miedo —murmuró con un tono burlón—. No todos los días una mujer tan hermosa me dispara sin pensarlo dos veces.
Evangeline lo miró, aún con el corazón latiéndole a mil por hora, sin saber cómo responder a la inesperada calma de aquel hombre. Él era un desconocido, pero, estaba tendido en el suelo sin poder levantarse y lo vio desgarrar la manga de su camisa y hacer un torniquete en la herida.
¿Qué debería hacer? ¿Ayudarlo?
—Tranquila... no es para tanto —dijo entre jadeos—. Mejor venga aca y ayúdeme.
—Sera mejor que no intente nada raro—expreso, acercándose luego de poner la escopeta lo más lejos que pudo sobre una roca—. Le puedo volver a disparar.
—Tranquila, señorita, mejor ayúdeme, no soy frágil, pero tampoco quiero desangrarme aquí —dijo Sebastián, intentando ponerse de pie y apoyándose en el hombro de Evangeline. Ella, dudosa, pero sintiéndose culpable por la herida que le había causado, lo ayudó a sentarse sobre una roca cercana—. Mire, detrás de esos árboles está mi caballo. Haga el favor de traerlo. No creo que pueda dar ni dos pasos más.
Evangeline lo miró con suspicacia, pero viendo el estado del hombre, decidió hacerle caso sin más preguntas. Caminó hacia los árboles y, efectivamente, encontró un hermoso caballo blanco amarrado a un tronco. A pesar de que el animal puso algo de resistencia al principio, logró guiarlo de regreso hacia donde estaba Sebastián, quien la observaba con una mezcla de diversión y alivio.
—Qué bueno es saber que también hace caso cuando se le pide hacer algo útil y no solo lo que no debe hacer —dijo él con una sonrisa burlona que la hizo fruncir el ceño.
—Deténgame las riendas, voy a tratar de subirme al caballo —agregó, aunque el dolor en su pierna hacía evidente que la tarea no sería nada fácil.
Evangeline, sintiendo que aún debía algo de responsabilidad por la situación, sostuvo las riendas mientras él intentaba incorporarse. A pesar de su irritación ante los comentarios del hombre, no pudo evitar sentir una pizca de preocupación mientras lo veía luchar contra el dolor. Con esfuerzo, Sebastián logró alzarse y, con la ayuda de ella, subirse al caballo.
—Bueno, señorita —dijo él, una vez que estuvo a lomos del animal—, parece que no será necesario que me dispare otra vez. Creo que ya es suficiente por un día.
Evangeline lo observó en silencio, aún intentando descifrar quién era aquel hombre y qué hacía realmente en las tierras de su familia. Había algo en él que la inquietaba, algo más allá de su actitud relajada y burlona.
—¿No va a decirme su nombre? —preguntó finalmente, tratando de mantener la compostura.
Sebastián sonrió, inclinando levemente la cabeza.
—Sebastián Montenegro —dijo, con un destello en los ojos que la desconcertó—. Y aunque aún no lo sepa, estoy aquí por mucho más que solo esta herida.
Ella lo ignoro por completo y cuando vio que tenia intención de ir por la escopeta se rio en voz alta.
—Por cierto, señorita —dijo Sebastián con una sonrisa ladina, mientras se acomodaba en el caballo—, el arma no tenía más balas. Para ser sincero, pensé que no tenía ninguna. Al parecer, la única bala que quedaba era la que usted tuvo la fortuna de disparar.
Evangeline lo miró con los ojos muy abiertos, el corazón aún latiéndole con fuerza. ¿Cómo podía tomarlo tan a la ligera? Ella, sin decir una palabra, apretó las riendas de su propio caballo y lo montó con destreza. Si algo tenía claro en ese momento, era que debía llevarlo de vuelta a la hacienda en busca de ayuda.