Sebastián aguantó callado mientras le curaban la herida. A pesar de que no había sido un simple roce, tampoco fue lo suficientemente grave como para que la bala se incrustara profundamente en su carne. Mientras el médico trabajaba, lo único que lo distraía del dolor eran esos cautivantes ojos de siervo herido que lo observaban desde la esquina de la habitación. Evangeline no podía apartar la vista, su mirada estaba cargada de preocupación, aunque Sebastián no estaba seguro de si era por él o por el temor a que él pudiera revelar la verdad sobre lo sucedido.
Lo que sí tenía claro era que le divertía enormemente observar los gestos de ella cada vez que el doctor le tocaba la pierna. Evangeline volteaba la cabeza y fruncía el ceño cuando limpiaban la herida, se mordía el labio con fuerza al ver el alcohol arder sobre su piel, y cuando llegaron los puntos, su rostro revelaba una mezcla de horror y compasión. Sebastián estuvo tentado a reír a carcajadas; la pobre muchacha parecía estar sufriendo más que él.
Pero él no iba a decir nada de lo que realmente había ocurrido. No podía, y no quería. Después de todo, acababa de presentarse como un caballero frente al padre de Evangeline, y no deseaba estropear esa impresión. No hacía tanto tiempo que conocía a Edmund Beaumont; unas pocas semanas atrás lo había presentado su buen amigo Carlos Alcázar, compañero de universidad. El padre de Carlos era muy cercano al señor Beaumont, uno de los hacendados más influyentes y respetados de la región.
Edmund Beaumont no solo poseía vastas extensiones de tierra, sino que también tenía inversiones en diversas industrias y era accionista del banco más grandes del país. Los Beaumont eran verdaderamente una familia de abolengo, una dinastía con un poder silencioso pero innegable. Sebastián había oído rumores de que la mitad de los hombres más importantes de la región le debían un favor, y la otra mitad, simplemente evitaba estar en deuda con él.
Por todo eso, Sebastián sabía que debía manejar la situación con delicadeza. No solo estaba en juego la impresión que causaría en el poderoso hacendado, sino también la oportunidad de acercarse más a la encantadora Evangeline, cuya belleza e ingenuidad lo habían intrigado desde el momento en que sus caminos se cruzaron.
Una vez su herida estuvo completamente curada, todos los presentes se retiraron de la habitación para que pudiera descansar. El señor Edmund fue el último en salir, tras pedirle que reposara y ofrecerle lo que necesitara para estar cómodo.
El único que no se marchó fue Carlos, quien apenas cerró la puerta lo miró con una expresión de desconfianza.
—Ni se te ocurra —espetó mientras se acercaba al borde de la cama—. No pongas tus ojos sobre ella, ni por un minuto. Te lo advierto.
—¿Qué? No entiendo a qué te refieres —respondió Sebastián, sonriendo, fingiendo desconcierto.
—Claro que lo sabes perfectamente. No te hagas el tonto. Si no fuera porque todos estábamos preocupados por tu herida, cualquiera se habría dado cuenta de que casi devorabas a la muchacha con la mirada —dijo Carlos, señalando a Sebastián en el pecho, con un gesto de advertencia—. Dijiste que venías a buscar esposa, y yo mismo me ofrecí a ayudarte. Pero con Evangeline no, a ella no la tocas. No solo por la amistad y los negocios que unen a nuestras familias, sino porque le tengo un aprecio especial. Es una chica fuerte y dura por fuera, pero muy sensible y compasiva, como porcelana frágil que se puede romper. Si la haces sufrir, su padre te desollará.
—Pero también me amaría si la hago feliz —respondió Sebastián con tono juguetón mientras se incorporaba un poco para beber un vaso de agua—. Es una muchacha hermosa, educada, rica y de buena posición. Todo lo que busco en una esposa. Una mujer que, al llevarla del brazo, provoque la envidia de cualquiera.
—Sí, sí, tienes razón. Recuerdo bien que dijiste que querías a la mujer más bella y noble de la región, y te prometí presentarte buenas candidatas —replicó Carlos, endureciendo el tono—. Pero en esta fiesta, donde se encuentran las familias más importantes, puedes escoger a cualquiera... menos a Evangeline. Ha rechazado a todos sus pretendientes, y estoy seguro de que también lo hará contigo. Y si lo hace, te quedarás sin posibilidades de ser parte de esta clase.
—Sabes bien que, aunque mis negocios estén en el extranjero, con los contactos adecuados prosperarán aquí en América. Soy tan rico como cualquiera de los presentes, y más.
—Te rechazará en cuanto le hables de amor.
—No, ella no me rechazará. Ya hubo una mujer que lo hizo, y no tengo intención de que haya otra. No permitiré que me rechacen de nuevo.
—No te lo permitiré —dijo Carlos, elevando la voz, estaba comenzando a molestarse con este necio amigo suyo.
—¿Recuerdas tu promesa? Ya no necesito que la cumplas. Simplemente no digas nada, no hagas nada. A partir de ahora, yo me encargaré. Si puedo conquistar a la muchacha, tú no dirás nada.
Tuvieron un breve duelo de miradas hasta que Sebastián sonrió con satisfacción al ver a Carlos alzar las manos en señal de rendición. Carlos le debía demasiado a este infeliz.
—Aún no entiendo qué pretendes con tu estúpido plan de venganza —expresó Carlos, derrotado—. Tienes mucho dinero, el señor de la Torre te dejó todo, y tú has multiplicado su fortuna. No te faltan poder ni riquezas. ¿Para qué una esposa trofeo?
—Nunca lo entenderías —replicó Sebastián, su mirada oscureciéndose—. No sabes cómo se burlaban de mí, cómo me humillaron, solían decir que solo las cerdas y las mulas se casarían conmigo. El menosprecio de todas esas personas. Cuando regrese a San Gabriel, será llevando del brazo a una mujer que todos envidien. Haré que cada uno de esos malditos se trague sus palabras. Volveré como el hombre más poderoso y respetado que hayan visto. Convertiré a San Gabriel en mi reino, y ahora estoy convencido que Evangeline Beaumont será la reina de mi tablero.