Sebastián busco su mirada, y la sostuvo por unos breves intantes más, tratando de descubrir en sus ojos algo que no le dijeran las palabras. El silencio que se formó no fue incómodo, sino más bien cargado de una energía apenas contenida, que se dan entre dos personas que apenas empiezan a reconocerse el uno al otro.
—¿Le duele mucho la pierna? —preguntó ella, bajando la vista fugazmente hacia la herida oculta bajo el pantalón. Quería acabar con el silencio entre los dos. No quería sofocarse con el silencio.
—¿Quiere saber la verdad? Solo me duele cuando usted esta cerca—respondió él con una sonrisa ladeada.
En respuesta ella hizo una mueca disimulada y alzón una ceja.
—Veo que no puede evitar decir tonterías ni, aunque se lo pida.
—Quizás porque es mi única defensa ante usted.
—¿Y por qué habría de defenderse? Un hombre que mide como medio metro más que yo, más fuerte y grande ante una persona tan indefensa como yo.
—Porque usted me desarma, Evangeline.
El modo en que dijo su nombre, sin apellidos ni títulos, la hizo pestañear. Sintió una punzada extraña en el pecho, mezcla de alarma y cosquilleo. No estaba acostumbrada a que la miraran así. No con descaro, sino con sinceridad velada. Con intención.
—No me conoce lo suficiente para decir eso.
—Tal vez no. Pero quiero hacerlo.
Ella no supo qué contestar. Volvió el rostro hacia el jardín, donde las luciérnagas comenzaban a brillar entre los arbustos, como si el atardecer estuviera dándoles permiso para danzar.
— ¿Siempre dice lo que piensa? —preguntó al cabo de un momento.
—No. Pero con usted no quiero fingir.
—Entonces no lo haga. Pero tampoco se confunda conmigo. No soy la niña mimada que los demás imaginan.
—Lo sé —dijo él, con voz grave—. En sus ojos hay fuego, y en su voz... tormenta. Y no hay nada más hermoso que una tormenta en calma.
Ella se volvió hacia él, divertida pero también intrigada.
—¿Poeta, además de imprudente?
—Solo cuando la musa lo exige.
—Cuidado, Sebastián. No todas las musas son inofensivas.
—Y no todos los hombres que se acercan a ellas lo hacen sin saber el riesgo.
Un viento suave agitó los rizos de Evangeline, y por un momento, Sebastián sintió que todo lo que había planeado —su venganza, su rabia, su resentimiento— pendía de un hilo invisible, tan delicado como el perfume que la envolvía.
Pero debía recordar quién era. Lo que había venido a hacer.
Ella lo miró una última vez antes de decir:
—Pase buen día señor Beaumont, Sebastián. Descanse la pierna... y la lengua.
Y se marchó, sin prestar atención a la risotada que lanzaba Sebastián a sus espaldas.
Evangeline avanzó por el sendero de regreso a la casona con el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir. Sus pasos eran firmes, pero por dentro se debatía entre la indignación y un cosquilleo que la descolocaba. No comprendía por qué permitía que un hombre al que apenas conocía le arrebatara la calma con tanta facilidad.
Al llegar al vestíbulo, se encontró con su nana, que la esperaba con un chal en las manos.
—Mi niña hermosa, el aire de la mañana aún es fresco. No debería andar sin cubrirse —le reprendió con ternura mientras le colocaba el chal sobre los hombros fingieendo no saber nada.
Evangeline sonrió apenas.
—Gracias, Nana. Solo salí a caminar un poco… necesitaba despejarme, el aire de la mañana en la hacienda se siente diferente.
La mujer la miró con perspicacia, como si pudiera leer en sus ojos lo que ella misma no se atrevía a decir.
—Tenga cuidado, mi niña. No todos los caballeros que llegan con sonrisas traen buenas intenciones.
Evangeline desvió la mirada. No quería darle la razón, aunque en el fondo, aquella advertencia resonaba en su interior.
Mientras tanto, Sebastián regresaba lentamente a la finca. Caminaba con paso firme, pero por dentro estaba inquieto. Aquel breve encuentro había removido fibras que él creía muertas. El plan seguía en pie —eso se repetía como un mantra—, pero Evangeline no era exactamente como la había imaginado. Había dulzura en su voz, sí, pero también firmeza y carácter. No era la muñeca frágil que esperaba encontrar. Era alguien con quien temia tal vez encariñarse. El no se podía permitir el lujo de sentir, no otra vez.
—No importa —se dijo para sí mismo, ajustando el nudo de su corbata con rabia contenida—. Solo hará que la victoria sea más dulce de tomar.
Al entrar en el comedor principal, encontró a Edmund Beaumont conversando con un par de hacendados. El patriarca lo llamó con un gesto de la mano.
—Sebastián, ven, muchacho. Justo les hablaba de ti.
Sebastián se acercó, inclinando la cabeza con una sonrisa calculada.
—Un honor, señor Beaumont.
Recordaba con claridad la primera vez que había estrechado la mano de Edmund Beaumont, fue en uno de los salones más distinguidos de la ciudad. Donde los presentaron. Sebastián había llegado con la determinación de dejar una impresión imborrable, y lo consiguió. Conversaron largo rato sobre el comercio en el país y él supo decir justo lo que el patriarca quería escuchar: habló de la nobleza del trabajo en la tierra, de la visión necesaria para sostener un emporio y del respeto que merecían quienes lo dirigían. Beaumont, halagado y sorprendido por la madurez de un hombre tan joven, lo recibió de inmediato en su círculo cercano, Sebastián era un hombre muy encantador en todos los sentidos con una elocuencia sin igual. Desde entonces, Sebastián había cultivado con cautela aquella simpatía, consciente de que cada gesto calculado lo acercaba más a ganarse la confianza del hombre cuya hija era el centro de su plan.