La noche en Neo-Veridia era un lienzo de luces controladas y un silencio casi absoluto, roto solo por el zumbido discreto de la tecnología que mantenía la ciudad en perfecta armonía. Para la Presidenta Elara, sin embargo, la noche a menudo traía consigo un tipo diferente de orden: el de sus propios anhelos, cuidadosamente guardados bajo llave.
La época de la reproducción, ese período biológico y socialmente dictado para la continuidad de la élite, había concluido para ella y para Kael. Sus hijos, Liam y Anya, ya estaban en etapas avanzadas de su formación, destinados a roles de liderazgo. Sin embargo, la finalización de ese ciclo no significó el fin de su conexión física, sino una transformación. Lo que antes estaba ligado a la procreación, ahora se convertía en un espacio privado de afecto, un refugio secreto en la fortaleza de su poder.
Eran encuentros clandestinos, breves pero intensos, programados con la misma precisión que las reuniones del Consejo. En la intimidad de sus aposentos privados, lejos de las miradas de los asistentes y los sistemas de vigilancia de la residencia presidencial, Elara y Kael se permitían ser simplemente Elara y Kael. La Presidenta se despojaba de las capas de autoridad, y Kael, del rol de servidor impecable, para encontrarse en un espacio de vulnerabilidad compartida.
En esos momentos, las palabras eran pocas. No había necesidad de grandes declaraciones. El roce de sus manos era un lenguaje, la mirada profunda que compartían, una confirmación de su vínculo. Kael, con su calma innata, era la roca sobre la que Elara podía depositar el peso del mundo. Su toque era reconfortante, su presencia, un bálsamo para el alma fatigada por las decisiones implacables.
Elara, a su vez, encontraba en Kael una conexión que iba más allá de la lógica o la estrategia. Era la calidez de su piel, la fuerza de sus brazos, la forma en que la hacía sentir vista, comprendida, deseada, no como la Presidenta, sino como la mujer que era. Estos encuentros eran su secreto más preciado, un acto de rebelión silenciosa contra la rigidez de su propia creación.
Sabía que estos momentos eran un riesgo. Un solo desliz, una imprudencia, podría tener consecuencias devastadoras para ambos y para la estabilidad de Neo-Veridia. Por eso, la discreción era absoluta, la planificación meticulosa. Pero el valor de esos instantes de conexión humana, de amor libre de presiones y expectativas, era incalculable. Eran el recordatorio de que, incluso en la cima del poder y la perfección, existía un espacio para la ternura, un eco de intimidad que mantenía vivo el corazón de la fortaleza.