"La mente es como un paracaídas; solo funciona cuando está abierta."
Autor desconocido.
Me quedo mirando el paisaje urbano que se extiende frente a mí, mientras los pensamientos y la sombra del pasado, además de los recuerdos, se fusionan con las luces de un atardecer de agosto. Los rayos del sol se filtran entre los edificios bañando las calles de una luz dorada y efímera. Es una vista que he contemplado innumerables veces desde la ventana de mi habitación de la residencia pero hoy, de alguna manera, parece diferente. Más vacía. Más fría.
Cierro mis ojos por un momento, aferrada al borde de la ventana, sintiendo el frío del vidrio y permitiendo que el zumbido de la ciudad me envuelva. Pero incluso en medio del bullicio que caracteriza Los Ángeles, yo siento un vacío en mi interior, un eco sordo de la tristeza que ha sido mi pesada compañera durante tanto tiempo.
Me giro hacia la puerta de la habitación al escuchar que ésta se abre. Audrey, mi compañera de cuarto, entra cargando dos bolsas.
— Otra vez atrapada en tu mundo, Bella –afirma, al mismo tiempo que me entrega una de las bolsas.
— ¿Y esto?
— No bajaste a comer. Son enchiladas de queso. – Me regala una sonrisa de lado.
Camino hacia mi cama y me siento en el borde. Aún sumida en mis pensamientos. Audrey se acerca a mí y se sienta a mi lado. Su silencio es una clara invitación a compartirle todo el enjambre de pensamientos que ocupan mi cabeza.
— ¿Quieres usarme como uno de tus pacientes de práctica, Odry? –digo con una sonrisa, haciendo énfasis en su apodo, intentando desviar su atención hacia otro lugar.
Recuerdo perfectamente el día que conocí a Audrey. Fue nuestro primer día en la residencia y me sentía un poco aturdida en ese mar de rostros nuevos y personas corriendo de aquí allá. Audrey, con su sonrisa cálida y su actitud relajada, fue un alivio. Compartíamos habitación, lo cual hizo que rápidamente desarrolláramos una relación cómoda y natural. Aquel primer día, su madre la llamó por teléfono. Audrey había puesto el altavoz sin darse cuenta, y la escuché llamarla "Odry". Desde entonces, me resultó imposible no utilizar ese apodo, aunque sabía que a ella no le hacía mucha gracia. Tal vez, en parte, porque revelaba una faceta más intimida de ella, una que ella preferiría mantener privada.
A pesar de su fingido desagrado por el apodo, la conexión que formamos desde ese día fue especial. Audrey, estudiante de psicología, siempre tenía una disposición natural para escuchar y entender, una habilidad que muchas veces me hacía sentir como si tuviera una terapeuta personal en la habitación. Pero hoy, mientras me siento aquí con ella, sé que mis pensamientos son más oscuros y enredados de lo habitual.
Audrey suspira y sonríe con una mezcla de frustración y ternura.
— Sabes que no me gusta que me llames así –dice, aunque su tono no es de reproche. Luego añade con suavidad–. Pero dime, ¿qué te tiene tan distraída?
Miro al suelo, tratando de ordenar mis pensamientos antes de hablar. Las palabras finalmente comienzan a fluir, aunque vacilantes.
—La próxima semana es mi cumpleaños –murmuro, sintiendo un retorcijón en mi estómago, seguido de una punzada en mi pecho al recordar. En parte con dolor, pero en mayor medida con decepción–. A pesar de que mi madre antes de su muerte, intentó que cada año fuera especial, que cada mal recuerdo para ambas se borrara de nuestras mentes, no puedo evitar recordar ese día hace catorce años.
El recuerdo me golpea con fuerza, transportándome a ese momento.
Era una mañana soleada. Con la euforia corriendo en mi interior me levanto de un salto y corrí a la habitación de mis padres. De camino alcanzo a ver un pastel de chocolate en la cocina, lo cual aumenta mi alegría. Me acerco a la puerta con sumo silencio y noto que ésta está entreabierta. Todo parecía estar bien hasta que vi la expresión en el rostro de mi madre. Sus ojos, normalmente llenos de calidez, estaban apagados, llenos de tristeza que no podía comprender.
— Dilo. – La voz de mi madre sonaba tranquila. Sin embargo, era una tranquilidad inquietante–. Por una vez en tu vida, dime la verdad.
— Yo... –balbucea él antes de tomar un respiro y soltar–. Yo ya no te amo.
— Está bien.
Mis mejillas comienzan a humedecerse y abro la puerta de golpe. Ambos me miran sobresaltados. ¿Cómo le explicas a una niña de siete años que sus padres se separan por falta de amor? Más aún cuando siempre creyó que su familia era perfecta, que el amor era la fuerza más poderosa de la tierra. Todo era un montón de mentiras y fantasía. Mi padre estaba empacando una maleta, sus movimientos eran rápidos y decididos.
— Papá, ¿a dónde vas? –le pregunté, mi voz apenas un susurro.
Él se agachó para estar a mi nivel, su mirada evitando la mía.
— Tengo que irme, Isabella. Esto no es fácil para mí, pero es algo que debo hacer.
Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies. No entendía por qué tenía que irse, por qué justo en ese día. Mi madre trató de consolarme, pero la decepción era demasiado grande. Una herida que nunca sanó del todo.
Siento que mi voz tiembla y trato de mantener la compostura.
— Desde entonces, mi cumpleaños siempre ha sido un recordatorio de ese día, una mezcla amarga de celebración y pérdida. Todo el dolor que me causó y el estrago que dejó en mi interior. Ese día entendí que si aquel a quien tanto admiraba me falló y me abandonó, no podría esperar algo de cualquier persona.
Audrey me mira con comprensión, sus ojos reflejan la empatía que tanto valoro en ella. No obstante, continúo hablando:
— ¿Sabes qué es lo más irónico? Siempre me pregunto qué habría pasado si ese día, en lugar de pastel de chocolate, hubiera habido pastel de vainilla. Quizás todo habría sido diferente. Quizás los pasteles de chocolate están malditos –digo, tratando de aligerar el ambiente con una sonrisa forzada.