“La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad: solo la luz puede hacer eso.”
Martin Luther King Jr.
El sol de la tarde comienza a desvanecerse cuando llego a la clase de mi padre, en una pequeña ciudad a las afueras de los Ángeles, donde el tráfico y las multitudes parecen un eco lejano. La sombra de los arboles danzan en la acera y el aire fresco de la tarde produce un leve zumbido entre las ramas. Me acerco a la puerta principal, una puerta que tantas veces crucé siendo una niña, pero que ahora se siente tan ajena. Toco suavemente, y casi de inmediato, la puerta se abre.
— Isabella, qué sorpresa —sus ojos, de un marrón claro, transmiten una mezcla de calidez y asombro—. ¿Por qué no avisaste que vendrías, hija?
— Hola, papá —respondo, intentando forzar una sonrisa que se siente pesada.
Me invitan a entrar y el familiar olor a café recién hecho llena la estancia. Todo parece estar en el mismo lugar de siempre: los libros en las estanterías, la vieja lámpara junto al sofá, las fotos familiares en las paredes. Pero algo dentro de mí se siente diferente.
Su mano toma la mía y por un leve segundo sentí tener diez años de nuevo, cuando por designios del destino, nos volvimos solo él y yo contra el mundo. Aunque sus sonrisa es amable, no logra iluminar completamente su rostro, como si estuviera lidiando con una carga que no ha podido soltar. Ambos miramos la foto ubicada en la parte más alta de la pared. Allí nos encontrábamos lo tres. Un día como hoy hace más de diez año. Pero la diferencia se encontraba en aquella mujer de cabello cobrizo y ojos esmeralda, sonriendo ante la cámara llena de vida. La muerte, que para ese momento parecía un eco lejano, hoy es una presencia constante , un vacío en los corazones de quienes la conocieron, dejando cicatrices que ni el tiempo ha podido borrar.
— Ven, vamos por café.
Nos sentamos en el sofá, uno frente al otro. Mi mirada se fija en una foto sobre la chimenea: un retrato de mi padre y yo cuando tenía trece años, allí gané un premio en una exposición de arte que hizo el instituto. En este entonces, no había preguntas, solo certezas: el amor no lo definen los lazos de sangre.
— Y... ¿Cómo has estado? —pregunta, rompiendo el silencio, pero noto que su tono es más inquisitivo de lo habitual, como si intentara medir mis emociones.
— Todo va muy bien, papá —respondo con rapidez, intentando ignorar el nudo que se formó en mi garganta desde que crucé el umbral de la puerta.
— Me alegra escucharlo, hija —responde, aunque sé que pudo notar lo forzado en mis palabras.
Nos quedamos en silencio por un momento, tomando el café que ha preparado. Es un silencio cómodo, de esos que solo se pueden compartir con alguien que te conoce profundamente, pero hoy algo lo empaña. La calidez del lugar no logra borrar la sensación de distancia que siento crecer dentro de mí. No entre él y yo, sino entre lo que fue y lo que está por venir.
— He estado pensando en mamá —digo finalmente, mis palabras saliendo en un susurro.
Sus ojos se oscurecen un poco, pero su rostro no cambia. Se limita a asentir lentamente, como si entendiera sin necesidad de más explicaciones. La muerte de mi madre fue un golpe que nos unió más de lo que cualquier vínculo biológico podría haberlo hecho. Desde ese día, papá se convirtió en mi ancla, y yo en la suya.
— Yo también —su voz baja, cargada de una tristeza sutil que siempre ha sabido ocultar mejor que yo—. Parece que fue ayer cuando ella... —hace una pausa, como buscando las palabras —cuando todo cambió.
— Y sin embargo —continúo, mirándolo a los ojos—, la vida siguió. De alguna manera, aquí estamos.
Asiente nuevamente, y noto cómo sus dedos tamborilean ligeramente sobre la taza de café. Es un gesto pequeño. casi imperceptible, pero uno que he aprendido a reconocer como señal de que algo que lo inquieta.
— ¿Por qué no me dijiste que vendrías? —pregunta de nuevo, aunque su tono no es de reproche, sino de preocupación genuina.
Me encojo de hombros, evadiendo la respuesta directa.
— No quería molestarte, sabía que estarías ocupado.
El deja la taza sobre la mesa y me mira fijamente, sus ojos buscando los míos con una intensidad que me incomoda.
— Sabes que nunca eres una molestia, Isabella. Algo te está pasando, puedo saberlo. Siempre lo he sabido.
El nudo en mi garganta se aprieta.
— Papá, ¿alguna vez pensaste en lo que sería diferente si mamá aún estuviera aquí? —pregunto sabiendo que de alguna manera la respuesta está ligada a ella.
— Todos los días —responde sin dudarlo. Sus ojos se suavizan—. Pero no se puede vivir en el "que hubiera sido". Solo tenemos lo que es, y a veces eso debe ser suficiente.
Me quedo en silencio, contemplando sus palabras. No puedo evitar preguntarme cuánto de lo que nos une es producto de las ausencias que compartimos, de la pérdida que ambos sufrimos.
— Papá... —mi voz tiembla ligeramente, pero no puedo detenerme ahora—, ¿alguna vez te has preguntado si hay algo que no me has dicho? Algo que crees que debería saber.
La pregunta queda suspendida en el aire, y veo cómo la calma en su rostro se fragmenta, aunque sea por un instante. Su respiración se vuelve más lenta, sus ojos se apartan de los míos y de repente, el peso del silencio se siente insoportable.
— Isabella... —comienza, peo parece dudar—. Hay cosas que es mejor no remover.
Mi corazón late con fuerza. Algo en sus palabras me confirma lo que siempre temí: hay un secreto enterrado entre nosotros, algo que ha mantenido guardado, quizás para protegerme, o quizás por miedo a lo que podría pasar si la verdad saliera a la luz.
— Pero a veces —añado, con voz firme—, las cosas que no decimos pueden herir más que las que sí.
Me mira, sus ojos cargados de un dolor silencioso, como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras. Y en ese momento, me doy cuenta de que estoy a punto de cruzar una línea que cambiará todo.