"El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado."
William Faulkner.
Joseph, sin percibir el peligro real, seguía de pie entre Damon y yo. Su postura era protectora, como si intentara ser una barrera entre ambos, pero no era consciente del abismo que tenía frente a él. Cada segundo parecía estirarse interminablemente, como si el aire mismo se hubiese vuelto espeso, presionando contra mi pecho y dificultándome respirar. Sentía el latido de mi corazón resonando en mis oídos, un ritmo irregular, mientras intentaba mantener la calma, pero el pánico era inevitable.
Damon, por el contrario, estaba completamente tranquilo. Era como si tuviera el control absoluto de la situación, como si nada pudiera sacudirlo. Su presencia irradiaba poder, pero no uno que se manifestara de manera obvia. Era un poder sutil, una amenaza implícita. Su mirada oscura era como un vacío insondable, y su sonrisa, amplia y maliciosa, desafiaba cualquier intento de enfrentarlo. Parecía disfrutar del caos que estaba sembrando, como si supiera que tenía todas las piezas del juego a su favor.
Joseph, tal vez impulsado por un instinto protector, dio un paso adelante, plantándose más firmemente frente a Damon. Pero apenas lo hizo, el brillo frío en los ojos de Damon lo detuvo en seco. Era como si, por primera vez, Joseph se diera cuenta de que no estaba lidiando con cualquier hombre, sino con alguien que jugaba con reglas que él no comprendía del todo.
—¿Quién demonios eres tú? —La voz de Joseph se hizo más firme, cargada de desafío y confusión, pero también de un miedo que intentaba ocultar.
Damon no respondió de inmediato. Solo inclinó ligeramente la cabeza, evaluando a Joseph como si fuera un simple obstáculo. El desdén en su mirada era inconfundible, como si estuviera decidiendo si valía la pena molestarse en contestar. Tras unos segundos que se sintieron eternos, Damon ignoró por completo la pregunta, como si Joseph no fuera más que un insecto bajo su zapato, y en su lugar, me dirigió una mirada que hizo que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza.
—Tenemos mucho de qué hablar, Isabella —su voz era baja, pero cada palabra estaba cargada de un tono que parecía llevar consigo una sentencia. Un peligro latente, acechante. Mi respiración se hizo más rápida, mi pecho subía y bajaba descontroladamente, incapaz de controlar el miedo que me invadía—. Y créeme, esto es solo el comienzo.
Cada palabra parecía estar diseñada para desequilibrarme, para hacerme entender que él tenía el control absoluto sobre lo que vendría. Su tono suave contrastaba con el veneno que destilaban sus palabras. Antes de que pudiera reaccionar o siquiera pensar en lo que significaba, Damon dio media vuelta, su andar relajado como si acabara de concluir una conversación trivial, y desapareció por la puerta, dejando tras de sí una tensión palpable en el aire.
El sonido de la puerta cerrándose resonó en la habitación como un eco lejano, pero la sensación de peligro no se desvaneció. Todavía sentía su sombra envolviéndome, como si la presencia de Damon hubiera dejado una huella que ni siquiera la distancia pudiera borrar. Tragué saliva con dificultad, intentando procesar lo que acababa de suceder.
—¿Estás bien? —La voz de Joseph rompió el silencio, suave pero llena de preocupación. Dio un paso hacia mí, su mirada buscando algún indicio de que todo estaba bien, aunque ambos sabíamos que no lo estaba. La vulnerabilidad en sus ojos era evidente, como si finalmente comprendiera que el peligro era real, tangible.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo, y esta vez fue mi padre quien apareció. Sus ojos recorrieron rápidamente la escena, buscando respuestas que no llegaban. Su mirada se suavizó cuando me encontró, pero su rostro mantenía la misma dureza, la misma preocupación silenciosa.
—Vamos a casa —dijo mi padre con voz firme, sin dar espacio a discusión.
Asentí lentamente, todavía sintiendo el peso de la interacción con Damon sobre mis hombros. Mientras salíamos del lugar, Joseph se mantuvo cerca, pero no tan cerca como para interferir. El silencio entre nosotros era denso, roto solo por el sonido de nuestras pisadas y el eco lejano del tráfico en la calle.
El auto nos esperaba justo afuera, y cuando mi padre abrió la puerta para que subiera, sentí una punzada de alivio, pero el peligro seguía presente en mi mente, como un fantasma que no desaparecía. Me acomodé en el asiento delantero, mirando por la ventana mientras las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia. El viaje de regreso a casa fue largo, pero la sensación de tensión no disminuía.
El silencio era ensordecedor, y no pude contener por más tiempo la pregunta que había estado rondando en mi mente desde que Joseph apareció junto a mí.
—¿Qué haces aquí, Joseph? —pregunté, mi voz apenas audible, como si temiera romper el frágil equilibrio de la situación.
Joseph, que estaba sentado en el asiento trasero, se inclinó ligeramente hacia adelante, su expresión era incómoda, como si no quisiera invadir el espacio familiar que había entre mi padre y yo. Pero cuando me miró, había una sinceridad en sus ojos que me hizo sentir más tranquila, aunque solo fuera por un momento.
—Mis padres y mi hermanita viven aquí —respondió finalmente, su voz suave pero clara—. Vengo a visitarlos cada fin de semana. Crecí en esta ciudad, aunque ahora estudio en Los Ángeles, siempre vuelvo. Me gusta asegurarme de que están bien.
Sentí una calidez en sus palabras, algo que contrastaba profundamente con la frialdad que había dejado Damon en el ambiente. Durante un segundo, pensé en lo diferentes que eran ambos hombres. Joseph era como una brisa ligera, mientras que Damon era una tormenta oscura, siempre al acecho, siempre lista para desatar el caos.
Ya en casa, el auto se detuvo frente a la entrada, pero el alivio que esperaba sentir al llegar no se materializó del todo. Todavía había algo rondando en mi mente, algo que no podía sacudir.