El primer día del año escolar.
Estaba emocionada, no sólo por empezar otro año, sino también por ver a mi mejor amigo Lucas.
Lo conocía desde niña; unos vagos recuerdos circundaban mi mente, aunados a unos relatos de mi tía, la que me crió, contaban que siempre estábamos juntos.
Lo que más gracia me causaba era que yo tenía la mala costumbre de mascar chicle en clases, y él la mala maña de contarle a mi tía lo que hacía. Conseguí buenos regaños por eso.
No lo recordaba, pero era lo que mi familia contaba.
En fin, siempre he sido un su centro de atención. Yo y solamente YO. De alguna manera me hacía sentir que era especial para él, me apreciaba y yo a él. Siempre estábamos juntos en los recreos, en las clases, en actividades... En todo.
Estaba entre los dos portones que marcaban la entrada del colegio, con discreción lo buscaba con la mirada.
En mi misión me topé con algunos de mis antiguos compañeros, expiraban felicidad. Casi podía jurar que la euforia estaba a punto de materializarse y atacarme brutalmente. Destruir mis nervios, y de algún modo un miedo absurdo que no me había dejado tranquila en todo el día.
Quería que fuera ya el primer día del colegio...
Anhelaba que las vacaciones no se terminaran nunca...
Quería volver a ver a mis hipócritas, desorganizados, peleoneros... Y únicos compañeros.
Muchos -incluyéndome- teníamos una que otra cosa mala... A pesar de todo, y de tanto, me había acostumbrado a ellos, como ellos a mí.
El tiempo entre esos dos portones negros se me hizo eternamente tortuoso. El bullicio colectivo me taladraba en lo más profundo del tímpano, colmándome la paciencia. Todos hablan a gritos, podía oír de qué estaban hablado sin siquiera tenerlos cerca, le contaban a sus amigos sus vacaciones, como si no se hubieran visitado y hablado en persona o por las redes sociales, otros hablaban de cualquier sinsentido que los mantuviera ocupados y muy bien animados.
Yo, como toda buena antisocial que siempre me he jactado de ser, me mantenía en silencio, parada casi en el medio, rodeada por todo el mundo pero sintiéndome sola. ¿Por qué? No sé. ¿No tenía nadie con quién hablar? Pues, enfrente tenía a mi compañera y vecina Jeannette con su grupo de amigas, no era la mejor relación pero me llevaba bien con todas, y a un lado de mí estaba mi compañero Ernesto, quien había conocido el año pasado y con quién había congraciado bastante bien, muy a pesar de tener en su personalidad cualidades todo lo contrario a lo que yo apreciaba en un ser humano.
Era arrogante, y lo usaba a su favor. Sabía perfectamente que era guapo, lo presumía orgulloso de hecho y se pavoneaba presuntuoso. Jamás creí toparme con una persona que luciera siempre lista para ser sorprendida por una cámara, que se viera como si acababa de salir de una sesión de fotos o que se luciera como un galán de película; había leído acerca de ese tipo de personas, sin embargo, estaba segura que era ficción; de hecho jamás creí conocer a una y menos hacerme su amiga.
Si, amiga y nada más.
El pobre ya tenía demasiado con la mayoría de mis compañeras, no sólo de mi grado sino también de otros, babeando por él. No iba a ser una más de la enorme lista que le confirmara todo lo que él ya sabía y tenía más que claro usándolo a conveniencia.
Me atrapó viéndolo y a manera de saludo asintió regalándome una de sus radiantes sonrisas, yo alce mi mano en su dirección con una mueca que pretendía que fuera una sonrisa, pero que no fue ni una burda representación, luego desvié mí mirada tan rápido como la había posado en él.
Por el rabillo del ojo, puede ver cómo le reía negando con la cabeza, medio indignado, a mi perfil.
Uno que otro rostro nuevo y desconocido desfilaba en mi campo de visión. La curiosidad me embargaba y me hacía preguntarme cuál de todos esos serían mis nuevos compañeros de noveno grado.
Por enésima vez barrí con la mirada el espacio en el que me encontraba, y justo en el mismo lugar como en la primera vez que vi a mí alrededor, estaba un joven viéndome fijamente.
Las primeras tres veces me sentí muy incómoda con sus ojos sobre mi flacuchento cuerpo, las otras cuatro veces me sentí retada y todo en mi interior exigió que fuera descarada y, quizá, grosera al preguntarle abiertamente qué me miraba tanto. Sabía que no era fea pero tampoco me consideraba la gran belleza.
-Ese tipo no me deja de ver -le dije molesta a la única persona cerca de mí, que esperaba pacientemente que abrieran el portón para entrar a la tradicional charla que el director Sebastián Ríos nos daba por bienvenida.
-Ignoralo -ordenó mi tía sin molestarse a ver quién era.
Aguarde unos segundos y la curiosidad me ganó. Sabía que me seguía viendo, estaba segura de ello, no obstante quería atraparlo de nuevo con sus ojos puestos en mí.
Volví a ver y para mí decepción, no me estaba viendo. Una parte de mí -la mayor parte de mí- se sintió aliviada... Tranquila. Así que suspire hondo y me convencí a mí misma que todo fue una alucinación mía y que todos los escenarios, que en escasos minutos ya me habían llenado la cabeza, no eran más que producto de la gran imaginación que tenía.
-Ya me aburrí de esperar -chille en medio de un puchero a la mujer que tenía al lado.
Mi tía era casi mi mamá, ella y mi abuela siempre han estado conmigo y mi tía en especial había sacrificado más de la cuenta por mí. Dejar de estudiar por una bebita que no era suya y desvelarse, aguantar hambre en los hospitales, preocuparse y ocuparse tomando la mayor parte de la responsabilidad de mi madre, criándome a mí, mi tía y mi abuela en lugar de mi madre. Eso es sacrificio por amor.
Con respecto a mi mamá pues no puedo recriminarle nada, no sin ser una malagradecida, incapaz de saber apreciar lo que me dan; qué importa si me mantenía por amor o por obligación pues no dejaba de ser mi mamá; ella me mantenía, daba dinero a mis abuelos para mis gastos a pesar de que yo no vivía con ella.