Nunca había vivido sola.
Siempre había pasado de una convivencia a otra, como si el silencio fuera una enfermedad que necesitaba evitar. Pero después de todo lo que pasó con Martín —las discusiones, los portazos, el eco de su respiración dormida al otro lado de la cama— empecé a necesitar justo eso: silencio.
Y espacio.
Y una puerta que cerrara del lado de adentro.
El departamento era pequeño, pero suficiente. Una cocina angosta, un baño con azulejos agrietados y un ventanal enorme en el dormitorio que daba al patio interno del edificio. Cuando lo vi por primera vez, pensé que no era bonito, pero sí honesto. No intentaba disimular el paso del tiempo.
Como yo.
Me mudé un jueves, con tres cajas, una valija y mi cámara. No tenía demasiadas cosas, ni ganas de hablar con nadie. La portera me observó desde la planta baja cuando subí las escaleras. Me preguntó si venía sola.
Dije que sí.
“Bueno”, murmuró, “aquí todos se escuchan”.
Sonrió de una manera que no supe interpretar y volvió a su cubículo de vidrio.
Esa primera noche dormí en el suelo, sobre una manta. El eco de mis pasos rebotaba en las paredes vacías. No había ruido de tránsito, ni música, ni voces vecinas. Solo el tic tac del reloj que había olvidado apagar y el crujido del edificio respirando.
A la mañana siguiente, abrí las cortinas. La luz entró sin pedir permiso, pálida, polvorienta. Encendí la cafetera, abrí mi notebook y conecté la cámara.
Mi proyecto se llamaba Rostros en tránsito: retratos espontáneos de personas que cruzaba en la calle.
Me gustaba captar ese segundo en el que alguien no está del todo ahí: ni sonriente ni triste, sino suspendido.
Como yo.
Pasé horas editando. El clic del ratón se mezclaba con el ruido del agua hirviendo. En un momento, levanté la vista y me quedé mirando el reflejo del ventanal. No sé por qué, pero tuve la sensación de que había alguien detrás de mí.
Giré, riendo para mis adentros.
Obvio que no había nadie.
Quizás era el cansancio. Desde que me mudé, no dormía bien. Me despertaba varias veces, sin saber por qué.
A veces con el corazón acelerado, otras con la certeza de haber escuchado un sonido… un golpe seco… una respiración.
Pero no había nada.
El domingo, cuando terminé de acomodar lo esencial, conecté la cámara al trípode frente a mi escritorio. Necesitaba grabar unas pruebas de luz para futuros retratos.
Todo funcionaba normal, salvo por un detalle: en las primeras tomas, en el extremo inferior del encuadre, había una especie de sombra alargada, como una mancha en movimiento.
Pensé que era mi propio reflejo, o una falla del lente. Limpié todo, repetí las pruebas, pero la sombra seguía apareciendo.
Y cada vez se veía más nítida.
Me incliné hacia la pantalla, amplié la imagen.
Era apenas una silueta, una figura borrosa parada junto al marco de la puerta.
Sin rostro.
Sin forma clara.
No quise asustarme. Me dije que era un error técnico, algo de la luz o del contraste. Borré los archivos y apagué todo.
Pero cuando me di vuelta, tuve esa sensación otra vez: la certeza de que alguien estaba observando desde algún lugar donde yo no podía mirar.
El lunes volví a salir a trabajar. Llevaba semanas sin hacerlo con verdadera concentración. Me obligué a caminar, a mirar a la gente.
Saqué algunas fotos en la costanera, pero la mayoría salieron movidas. No podía dejar de pensar en esa silueta.
Esa noche, mientras descargaba las fotos al ordenador, noté algo que me heló:
en tres de ellas —las tomadas en distintos lugares y momentos— aparecía la misma sombra, en el mismo punto del encuadre.
Pequeña. Inquietante.
Como si me siguiera.
Cerré la notebook. No quise revisarlas más.
Pensé en Martín, en cómo solía burlarse de mis “manías artísticas”.
Tal vez tenía razón. Tal vez mi mente estaba jugando conmigo.
A las dos de la madrugada me despertó el sonido de la cámara encendiéndose sola.
Ese pequeño clic metálico que conozco tan bien.
Abrí los ojos. El cuarto estaba completamente oscuro, salvo por el diminuto punto rojo del indicador de grabación.
—No… —murmuré, sin siquiera entender por qué hablaba en voz alta.
Me levanté despacio, con los pies fríos sobre el suelo.
La cámara apuntaba directamente hacia mi cama.
Me acerqué y apagué el interruptor.
Durante un segundo, antes de que la pantalla se oscureciera, vi mi propio rostro reflejado en el vidrio.
Pero el reflejo no se movía igual que yo.
Tardó medio segundo más.
Y sonrió.
No dormí más.
Pasé el resto de la noche caminando por el departamento, mirando cada rincón, encendiendo y apagando luces, convencida de que debía haber una explicación racional.
Pero cada vez que mi vista se cruzaba con una superficie reflectante —la pantalla apagada, el vidrio del microondas, el espejo del baño— tenía la misma impresión: algo en mi reflejo se quedaba un instante más.
El martes, después de una ducha fría, decidí grabarme de nuevo.
Necesitaba verlo con mis propios ojos.
Coloqué el trípode frente a la cama, ajusté el enfoque y presioné rec.
Me acosté, fingiendo dormir. Pasaron los minutos. Nada.
Cuando revisé el video, vi que, exactamente a las 3:14, algo cruzaba frente a la cámara.
Una sombra rápida.
Luego, mi cuerpo —yo— se movía levemente.
Me incorporaba, abría los ojos… y miraba directo al lente.
No recordaba haberlo hecho.
Ese día intenté no pensar. Fui al supermercado, caminé por la ciudad, hablé con una amiga después de semanas. Pero no dije nada sobre la cámara.
A la noche, cuando regresé, el aire del departamento estaba denso, cargado.
Había dejado la notebook apagada. Sin embargo, al entrar, la pantalla estaba encendida.
Y había una carpeta nueva en el escritorio: “NO APAGUES LA CÁMARA”.
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Editado: 13.10.2025