No apagues la cámara

Capítulo 2

Los primeros días después de la mudanza se parecían a un domingo eterno.
Sin horarios, sin nadie que me hablara, sin ruido. Era lo que había querido, pero no lo que necesitaba.

Al tercer amanecer en el departamento, comprendí que el silencio absoluto no existe.

Hay un zumbido de fondo que siempre está ahí, apenas perceptible, como si el aire vibrara. Al principio pensé que era mi imaginación, o el compresor de la heladera vieja que me había dejado el dueño anterior. Pero una noche lo escuché venir desde el pasillo, justo detrás de la puerta principal. Era un sonido continuo, casi electrónico. “Un transformador, un cable pelado, algo técnico”, me dije. Grabé un audio con el celular para comprobarlo después. No se escuchó nada.

Ese fue el primer momento en que sentí que mi cabeza me estaba jugando una mala pasada.

Había vuelto a dormir poco. Desde la ruptura con Martín, el sueño se había convertido en un animal salvaje que no podía domesticar. A veces, cuando el insomnio era insoportable, salía al balcón a mirar las luces de los edificios de enfrente. Algunas ventanas seguían encendidas a las tres o cuatro de la mañana. Me gustaba imaginar las vidas que ocurrían detrás de esos rectángulos iluminados. Pensaba que, tal vez, alguien más también me miraba desde el otro lado.

Esa idea me tranquilizaba. Hasta que dejó de hacerlo.

El martes, mientras revisaba las fotos del primer día —las del departamento vacío, antes de desembalar todo—, noté algo. En una de ellas, en la esquina del marco del pasillo, había una forma que no recordaba haber visto. No era una persona, ni una sombra clara. Era como una silueta que se confundía con el fondo, difusa, mal enfocada, pero definitivamente ahí.
Pensé que sería un efecto de la luz del mediodía, o una mancha del lente. Pero el reflejo del espejo del baño también mostraba algo… como un contorno duplicado, una figura apenas perceptible detrás de mí.

Apagué la computadora. Cerré todo.
No quería mirar más.

Las tardes se hicieron más largas.
Intentaba distraerme con trabajo, pero el silencio era demasiado espeso. A veces creía escuchar pasos desde el pasillo común. O un murmullo breve, como si alguien respirara justo al otro lado de la pared. Cada vez que miraba por la mirilla, el corredor estaba vacío.

Compré una lámpara de luz cálida y la dejé encendida toda la noche. Me daba vergüenza admitirlo, pero no soportaba la oscuridad total. Esa luz se convirtió en mi compañera fija, como una especie de frontera entre lo que podía controlar y lo que no.

Una madrugada, mientras editaba fotos en la notebook, la cámara del celular —que había dejado encendida sin querer— comenzó a emitir un parpadeo extraño. En la pantalla se veía mi propio reflejo en el monitor, pero con un detalle que me dejó helada: el reflejo se movía medio segundo después de mí.

Lo grabé.
Revisé el video.
En la grabación, no había nada raro.

A la mañana siguiente bajé al almacén de la esquina.
El encargado, un hombre grande de voz amable, me comentó:
—¿Te mudaste al 3B, no?
—Sí —le respondí—. Hace una semana.
Él asintió, y sin que yo le preguntara, agregó:
—Ese departamento estuvo vacío bastante tiempo. La anterior inquilina desapareció de un día para otro. Ni siquiera volvió para buscar sus cosas.

No supe qué contestar. Sonreí, pagué y me fui.
Pero durante todo el camino de regreso sentí que las palabras “de un día para otro” se me quedaban pegadas a la piel.

Esa tarde, por primera vez en mucho tiempo, invité a alguien.
Era Virginia , una excompañera del taller de fotografía.
—Estás blanca —me dijo apenas entró—. ¿Dormís algo?
—Lo justo para no morirme —intenté bromear.
Ella se rió, pero enseguida frunció el ceño.
—¿Qué es ese ruido?
—¿Qué ruido?
—Eso… —dijo, inclinando la cabeza—. Como un zumbido.

Sentí que se me helaba la sangre.
Porque yo también lo escuchaba.
El mismo zumbido constante, grave, como un aparato prendido en alguna parte.
Revisamos todo el departamento, enchufe por enchufe. No encontramos nada.

Clara se fue antes de lo planeado.
Dijo que tenía dolor de cabeza.
Cuando cerré la puerta, noté que el ruido había parado.

Las noches siguientes fueron peores.
El zumbido volvió, pero ahora acompañado de un golpeteo rítmico, como si algo pequeño tocara la pared. Intenté grabarlo varias veces, sin éxito. Los audios salían en silencio, o con un eco extraño, como si la grabadora captara otra cosa, algo que estaba detrás del sonido real.

Empecé a dejar la cámara encendida por costumbre. No para trabajar, sino para… sentirme observada de un modo que pudiera controlar.
Una madrugada, al revisar una grabación al azar, vi algo que me heló.
Durante unos segundos, mientras yo dormía en el sillón, algo se movía en la penumbra del pasillo.
Era apenas un cambio de luz, un desplazamiento casi imperceptible, pero suficiente para que se me secara la boca.
Retrocedí el video. Lo miré cuadro a cuadro.
En el reflejo del espejo del baño, una sombra alargada parecía inclinarse sobre mí.

Cerré la laptop de golpe.

Pasé el resto de la noche despierta, mirando hacia el pasillo.
Esperando que algo se moviera otra vez.

No lo hizo.
Pero yo sabía que estaba ahí.

A la mañana siguiente, el zumbido había desaparecido por completo.
El aire estaba tan quieto que dolía respirar.
Entonces, sin pensarlo, abrí la cámara, la apunté hacia el espejo del baño y apagué todas las luces.
Solo la pantalla iluminaba el cuarto.

En el reflejo, detrás de mí, algo se movió.

Y, esta vez, no fue un error del lente.




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