No apagues la cámara

Capítulo 3

Dormí con la luz encendida. No sé cuántas horas pasaron hasta que el sol empezó a filtrarse por las cortinas, pero amanecí con el cuerpo entumecido y la garganta seca. La cámara seguía sobre la mesa, apuntando al espejo del baño. No tuve valor de mirar el video. Ni siquiera quería tocarla.

Preparé café y me quedé frente a la ventana. La ciudad se movía allá abajo, indiferente, como si nada existiera más allá del tráfico y los perros ladrando. Yo también intenté convencerme de que lo de anoche no fue real. Pero la mente tiene su propio modo de castigar: repite, distorsiona, amplifica.

Por eso, cuando la cafetera empezó a hacer un ruido seco, me sobresalté. Era absurdo, pero mi cuerpo ya reaccionaba con una mezcla de alerta y agotamiento. Como si algo invisible me tuviera en vilo todo el tiempo.

A media mañana abrí la laptop. No para mirar el video, sino para distraerme con algo de trabajo. Pero ahí estaba: el archivo nuevo, con la hora exacta en que había dejado la cámara encendida. “03:17.mp4”. No recordaba haberla configurado para grabar automáticamente.
Dudé unos segundos, y luego le di play.

El inicio era igual a siempre: el baño en penumbra, el reflejo del pasillo apenas visible. Durante los primeros minutos, nada se movía. Pero en el minuto 2:43, el enfoque cambió solo, como si la cámara hubiese detectado movimiento.
El reflejo del espejo se volvió más oscuro, y algo pareció avanzar unos centímetros hacia la lente. Una sombra sin forma. No ruido, no rostro, solo oscuridad que respiraba.
Pausé el video.
No podía seguir mirándolo.

Lo cerré y lo borré. O al menos eso creí.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché un golpe leve en la pared del baño. No era el zumbido de antes, sino algo más nítido: tres golpes espaciados.
Me senté en la cama, con el corazón acelerado.
Los golpes se repitieron. Tres. Pausa. Tres más.
Parecía un patrón, como si alguien intentara llamar mi atención desde el otro lado.

Encendí la luz del baño. Nada.
Toqué el espejo. Estaba frío, más de lo normal.
Por un instante creí ver mi reflejo parpadear con un retardo mínimo, como si hubiese un delay entre lo que hacía yo y lo que hacía mi imagen.
Retrocedí un paso.
Y el reflejo también retrocedió, pero medio segundo después.

Al día siguiente busqué al portero del edificio. Se llamaba Mario, un hombre de unos sesenta años con ojeras y un cigarrillo perpetuo entre los dedos.
—Disculpe, ¿sabe quién vivía antes en el 3B? —le pregunté.
Él frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Nada grave. Es que hay ruidos raros… cosas que no entiendo.
Mario exhaló humo y murmuró:
—Ah. La chica de antes también decía lo mismo.
—¿Qué chica?
—No recuerdo el nombre. Se fue hace un año, más o menos. Venía la madre a buscarla, pero la encontró mal… decía que no dormía, que oía voces en los aparatos.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Y qué le pasó? —pregunté.
Mario se encogió de hombros.
—Dejó todo y desapareció. Nunca vino a buscar sus cosas.

Volví al departamento con una sensación de peso en el pecho. Todo estaba igual, pero distinto. Como si cada objeto tuviera una historia que yo ignoraba.
Fui al baño. Me quedé mirando el espejo durante largos minutos, buscando algo fuera de lugar.
De pronto recordé algo que había leído en una entrevista de una fotógrafa famosa: “La cámara no muestra la realidad, sino la presencia de quien observa.”
¿Y si lo que la cámara mostraba no era algo externo, sino algo que estaba en mí?

Encendí el equipo y revisé la carpeta de eliminados.
El archivo “03:17.mp4” seguía ahí.
Pero el peso del archivo había cambiado. Antes ocupaba 42 MB. Ahora marcaba 66.

Abrí el video otra vez.
Al principio, la misma imagen.
Pero, en el minuto 2:43, donde la sombra se acercaba, ahora había una figura más nítida. Algo que se asomaba desde el fondo del pasillo, con proporciones humanas, pero completamente desenfocada, como si la lente se negara a captarla del todo.

Mi respiración empezó a entrecortarse.
Avancé el video hasta el final.
En los últimos segundos, antes de que se cortara la grabación, la figura estaba justo detrás de mí.
Apagué el celular.
Me dediqué a observar.

Cada noche, algo nuevo pasaba: un ruido de interferencia en los parlantes, un cambio sutil en el reflejo, una sombra que parecía doblar antes que yo al pasar frente al espejo.
Lo anotaba todo en una libreta.
No sé si era para documentarlo o para convencerme de que todavía estaba cuerda.

Empecé a notar un patrón. Cada vez que me sentía más ansiosa o tenía un recuerdo intenso de Martín, el fenómeno se manifestaba. Como si esa… cosa respondiera a mi estado emocional.
Quizá era mi mente proyectando culpas, miedos, la soledad.
O quizá no.

Una madrugada, el sonido volvió, pero esta vez no era un zumbido: era voz.
Muy baja, casi imperceptible, mezclada con el ruido de fondo.
Me acerqué a la cámara.
“¿Qué decís?”, susurré.
La pantalla parpadeó.
Y entonces escuché mi propio nombre, deformado, saliendo del parlante:
—Laaau…ra…

Solté la cámara. Cayó al suelo, pero siguió grabando.
Yo temblaba. No por miedo, sino porque por primera vez sentí que la entidad —o lo que fuera— sabía quién era yo.

Los días siguientes los pasé en una especie de limbo.
No comía. No trabajaba. Me limitaba a mirar los videos una y otra vez.
En algunos, se veía claramente una figura detrás de mí. En otros, no.
Pero el punto común era siempre el mismo: la voz.
A veces susurraba mi nombre.
Otras, solo decía: “Mirá”.

Una noche decidí hacerlo.
Dejé la cámara encendida frente al espejo, apagué todas las luces y me senté en el suelo.
Esperé.
Durante un minuto, nada pasó.
Luego, una forma oscura comenzó a delinearse detrás del reflejo. No tenía rostro, pero su contorno imitaba el mío.
Se movía cuando yo no lo hacía.




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