No apagues la cámara

Capítulo 4

No recuerdo cuándo dejé de distinguir los días.
El reloj del microondas marcaba siempre la misma hora —03:17—, como si el tiempo se hubiese detenido ahí. Intenté reiniciarlo varias veces, pero siempre volvía a ese número. No sé si fue coincidencia o burla.

A esa hora empecé a escuchar los golpes de nuevo.
Ya no eran suaves: sonaban desde adentro de las paredes, como si algo se moviera por los conductos. Al principio pensé en ratas, pero el ruido era demasiado pesado, arrastrado, húmedo.

Encendí la cámara.
Apunté al pasillo.
No pasó nada durante minutos, hasta que el sensor de movimiento activó el enfoque automático.
El lente giró solo hacia la puerta del baño.

No había nadie.
Pero el pomo empezó a moverse.

El aire cambió de textura.
No sé cómo explicarlo: se volvió más espeso, casi palpable. Cada respiración dolía.
Me acerqué despacio al baño.
El espejo estaba empañado, aunque no había vapor ni ducha encendida.
Con el dedo, escribí mi nombre sobre la superficie: Laura.

Enseguida apareció otro trazo, justo debajo. Letras torcidas, hechas desde el otro lado del vidrio.
Decía: yo también.

Retrocedí tan rápido que tropecé con el borde del lavabo.
El sonido del golpe resonó como un eco interminable.

Los días siguientes el departamento se volvió inhabitable.
Los objetos cambiaban de lugar, aunque juraba haberlos dejado en otro sitio.
Una mañana encontré todos los marcos de fotos caídos, los vidrios rotos.
En otra, la cámara apareció encendida sobre mi almohada, con la batería completa, aunque yo la había desenchufado.

Intenté dejar de grabar.
La apagué.
Pero cada vez que revisaba la memoria, había nuevos archivos.
Videos con mi voz, aunque yo no recordaba haber hablado.
En uno, se escuchaba mi respiración acelerada y un susurro detrás:
—No mires afuera.

Empecé a soñar con la figura.
A veces era una sombra; otras, una mujer que me observaba desde el pasillo, con mi misma ropa, mi mismo gesto.
La diferencia era que ella nunca parpadeaba.
Y cuando despertaba, tenía la certeza de que alguien había estado en mi habitación.
El aire olía distinto, a metal y humedad.

Una madrugada sentí que algo me rozaba el cabello.
Me giré, pero no había nadie.
La cámara —que seguía grabando sin mi permiso— apuntaba directamente a mí.
Parpadeó dos veces, como si hiciera zoom, y se detuvo.

Fui al edificio de enfrente.
Quería alejarme aunque sea una hora.
Desde la ventana del bar de la esquina, podía ver mi balcón.
Las cortinas estaban cerradas.
Pero mientras miraba, vi una silueta moverse detrás de ellas.
No era mi imaginación: alguien caminaba por mi sala de estar.

Volví corriendo.
La puerta estaba cerrada con llave, tal como la había dejado.
Todo en orden.
Hasta que entré al baño.

En el espejo, sobre el vaho invisible, estaban escritas las palabras:
te vi salir.

Después de eso dejé de luchar contra la idea de que algo me seguía.
Aceptarlo era más fácil que resistirlo.
Empecé a hablarle.
No sé si era por locura o por miedo a quedarme muda del todo.
Le preguntaba qué quería, si era real, si estaba muerta.
Nunca respondía con palabras, pero las luces titilaban cada vez que lo hacía.

Una noche, sin pensarlo, le dije:
—Si querés mostrarte, hacelo.
Y lo hizo.

La cámara se encendió sola.
El enfoque se movió al pasillo.
Y ahí estaba: una figura negra, larga, distorsionada, como si la pantalla no pudiera procesarla. Caminaba hacia el lente con movimientos lentos, casi elegantes.
Cuando se detuvo frente a la cámara, la imagen se congeló.
Pero el audio siguió corriendo.
Se escuchó una respiración, después una risa baja, y finalmente una frase clara:
—No apagues la cámara.

Después de eso, el ruido blanco se volvió constante.
Ya no podía escuchar mi propia voz sin sentir eco.
Las paredes parecían absorber el sonido.
La televisión se encendía sola mostrando interferencias.
Las fotos nuevas aparecían distorsionadas, como si alguien más estuviera detrás de la lente cada vez que disparaba.

Una tarde, agotada, bajé a la calle sin rumbo.
Sentía que el aire fuera era distinto, más liviano, pero también irreal.
Me crucé con Virginia —la única que había venido una vez—.
Cuando me vio, se quedó helada.
—Laura… ¿qué te pasó? —me dijo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Tenés los ojos hundidos. Y… —hizo una pausa—. Juro que te vi hace un rato en la otra esquina.

No supe qué contestar.
Corrí de vuelta al departamento.

El ascensor tardó una eternidad.
Cuando entré, todo estaba en silencio, pero la cámara grababa.
Y en la pantalla, vi algo imposible: yo misma, parada frente a la puerta, mirándome.

No me acuerdo de mucho después.
Solo que la cámara cayó al suelo y siguió grabando.
En la imagen, se veía el pasillo vacío.
Hasta que una sombra cruzó lentamente el cuadro.
La mía.
O la suya.

El reloj marcaba otra vez 03:17.
Y por primera vez, escuché claramente su voz, no desde la cámara, sino desde adentro de mi cabeza:
—Ahora sí me ves.




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