No apagues la cámara

Capítulo 6

La cámara se volvió parte del aire.
Puedo sentir su presencia aunque no esté encendida.
A veces escucho el clic del obturador en la otra habitación, pero cuando voy a revisar, el lente está cerrado, apagado, dormido.
Dormido… como si pudiera hacerlo.

He intentado apagarla muchas veces.
Desenchufarla, quitarle la batería, romperle el lente.
Nada funciona.
Vuelve a encenderse sola.
Y cada vez que lo hace, el video nuevo comienza antes de que yo entre al cuadro.

Hoy desperté con las manos manchadas de algo negro.
Grasa, pensé. Pero tenía un olor diferente.
Más ácido. Más… vivo.
Me lavé durante minutos, pero el color no se fue del todo.
Solo se desvaneció en un gris azulado, como una sombra adherida a la piel.

En el espejo de mano que tenia, mi reflejo parpadeaba con un retraso mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para hacerme sentir que ya no era una sincronía, sino una imitación.

Intenté sostenerle la mirada.
Ella lo hizo también.
Y sonrió primero.

He dejado de trabajar.
Mi jefe me llamó tres veces, pero no contesté.
No sabría qué decirle.
¿Cómo se explica que el tiempo adentro del departamento se haya fracturado?
A veces son las tres de la tarde y, de repente, el reloj marca las 3:17.
Siempre las 3:17.

En la pantalla de la cámara aparece ese número, incluso cuando la batería está muerta.
0317.mp4
0317.mov
0317_2.avi
Siempre el mismo código.
A veces me pregunto si esa hora significa algo o si simplemente me eligió.

Hoy intenté deshacerme de la cámara.
La metí en una bolsa y caminé hasta el río.
El sol estaba bajando y por un momento sentí algo parecido a libertad.
La arrojé al agua con todas mis fuerzas.
Cayó con un sonido seco, demasiado pesado para algo tan pequeño.
Me quedé mirando cómo se hundía, y cuando desapareció, respiré por primera vez en días.

Al llegar a casa, la encontré sobre la mesa.
Seca.
Encendida.
Grabando.

Los videos cambiaron.
Ya no muestran el departamento.
Muestran lugares donde nunca estuve: un pasillo sin ventanas, una escalera de cemento, una puerta oxidada con un número pintado: 0317.

La cámara no solo graba lo que ve.
Ahora graba lo que recuerda.

Ayer encontré uno de los archivos más recientes.
Yo estaba dormida en el sillón.
Hasta ahí, nada nuevo.
Pero la cámara giró sola.
Y se acercó.
El lente enfocó mi rostro dormido.
Y una mano —una que no era la mía— me acarició el pelo.

El video terminó ahí.
No escuché pasos.
No hay nadie más.
Pero cada vez que me miro al espejo, siento el cabello diferente, como si alguien me hubiese tocado mientras no estaba despierta.

He empezado a perder cosas.
Pequeñas al principio: una taza, una toalla, una remera.
Luego, fotos, documentos, carpetas enteras de mi computadora.
Y cada vez que desaparece algo, aparece un nuevo archivo en la cámara.

Anoche uno de esos archivos mostraba una habitación vacía.
Solo el trípode.
La cámara encendida.
Y una sombra en el fondo que parecía sostener algo brillante: un fragmento de vidrio.

Lo supe al instante.
Era parte del espejo que había roto.

No sueño, pero tengo recuerdos de sueños que nunca tuve.
Me veo a mí misma caminando por un pasillo largo, blanco, con cámaras en los muros que giran para seguirme.
Al final del pasillo hay una puerta entreabierta.
Adentro, una pantalla donde alguien revisa mis grabaciones.
Cada vez que me acerco, la figura frente a la pantalla gira.
Y soy yo.
Pero mi piel está al revés, como si se hubiese dado vuelta.
Todo lo que debería estar dentro, está afuera.

Anoche la cámara habló.
No con voz, sino con texto.
En la pantalla apareció una frase breve, parpadeante:
“NO HAY ORIGINAL.”

La repetí en voz alta.
“¿Qué significa eso?”
El lente se movió, como si intentara enfocar mis labios.
Y volvió a mostrar la frase, una palabra por vez, más lenta, más insistente:
“SOLO COPIAS.”

Me desperté sobresaltada.
Había dormido sobre la mesa.
En la cámara, un video nuevo.
Yo estaba sentada, dormida, como ahora.
Solo que al fondo se veía otra figura, quieta, de pie detrás de mí.
La misma ropa.
El mismo gesto.
Pero el cabello un poco más largo.
Como si el tiempo para ella avanzara más rápido.

Esta tarde decidí destruirla de verdad.
La puse sobre el piso y la golpeé hasta que se partió el lente.
Pedazos de vidrio saltaron por toda la habitación.
El cuerpo de metal se dobló.
El botón de encendido se hundió.

Silencio.

Por primera vez en semanas, silencio real.

Pero en la pantalla del televisor —que estaba apagado— apareció un reflejo.
Yo, sosteniendo la cámara.
Entera.
Brillando.
Grabando.

Las paredes empezaron a mostrar fallas.
Sombras que se mueven por dentro del yeso, como si algo respirara detrás.
La luz del pasillo parpadea al ritmo del obturador.
Y el sonido del clic se convirtió en mi pulso.

A veces pienso que si dejara de grabar, el mundo también se detendría.
Que la cámara es lo único que mantiene todo esto funcionando.
Pero hay otra posibilidad, más aterradora:
que el mundo ya se detuvo, y la cámara solo está repitiendo lo que una vez fue.

Hoy me grabé durante horas.
Mirando a la lente, sin moverme.
Esperando que algo pasara.
Y pasó.
Mi rostro empezó a cambiar.
Sutilmente.
Los ojos se volvieron más oscuros, los labios más tensos.
La piel, más pálida.
Y detrás de mí, en el fondo del cuadro, la sombra volvió a aparecer.
Pero esta vez no se movía.
Solo miraba.
Y en su pecho, algo brillaba: la cámara.




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