No apagues la cámara

Capítulo 8

Virginia se aparta bruscamente, como si el monitor la hubiera quemado.
—Esto es una joda, ¿no? —pregunta, aunque su voz tiembla.

—Ojalá.

El silencio que queda después es espeso. Solo se escucha el zumbido del refrigerador y el pitido suave de la cámara, todavía encendida aunque juro haberla apagado.

—Cortemos esto —dice Virginia, y se inclina para desenchufarla.

—No la toques.

Las palabras me salen demasiado rápido. Casi un grito. Ella se detiene, con la mano suspendida en el aire.

—¿Qué te pasa, Laura? —me susurra.

No sé qué responder. Hay una corriente invisible entre nosotras, algo que me dice que si interrumpe la cámara, algo peor va a empezar. Y no sé por qué lo sé.

Virginia me estudia unos segundos, después suelta un suspiro y se deja caer en el sillón.
—Mirá, puede ser un glitch, un loop de video. Vos siempre dejás cosas grabando, alguna vez tenías que tener un archivo corrupto.

Pero sus palabras no me alcanzan. El reflejo de la pantalla sigue ahí, débil, como una ventana abierta a otra versión del cuarto. Me veo detrás de nosotras, moviéndome, aunque no me he levantado.

Virginia también lo ve.
—Pará… —murmura—. ¿Eso se está… acercando?

La imagen en el monitor avanza con lentitud. Una silueta borrosa, delgada, que imita mis movimientos con un retardo cada vez menor. Da un paso y yo siento la vibración del suelo bajo mis pies, como si el eco de ese cuerpo fuera real.

—Laura, apagá eso, te lo pido.

—No puedo —digo, y no es una decisión. Es un hecho.

La pantalla se ilumina más. Veo mi propio rostro, pero algo en él está mal: los ojos demasiado abiertos, los labios tensos en una mueca que intenta parecer una sonrisa.

Virginia se levanta, da un paso atrás.
—Esto no está bien.

Y entonces el reflejo —mi otro yo— levanta la mano. Solo que, en vez de imitarme, la levanta primero. Me toca la mejilla desde el otro lado de la pantalla. Siento el roce frío en la piel, una electricidad estática que me hace retroceder.

Virginia grita.

La imagen parpadea. Por un instante, en la habitación solo quedamos nosotras dos y el resplandor azul del monitor. Pero en ese resplandor, mi sombra ya no se mueve igual que yo.

Virginia retrocedió como si la habitación se hubiera convertido en otra cosa. Tenía la mano en la boca, los ojos enormes, y una voz que no le salía. Durante un segundo pensé que la locura me abandonaba, que el absurdo de todo aquello iba a quebrarse bajo la evidencia. Pero la cámara no mostraba evidencia: mostraba una intención.

—Tenemos que salir —dijo Virginia por fin, con la calma que tienen los que han decidido actuar—. Agarrá tus cosas, vení. Ahora.

Quise obedecer. Quise ponerme de pie y seguirla hacia la puerta, pero mi cuerpo no respondía de la manera esperada. Era como si estuviera hundida en la silla, y sin embargo la imagen en la pantalla se levantaba sin esfuerzo, se acercaba al lente con paso lento, deliberado. La otra yo no vaciló; avanzó y acercó la cara hasta casi tocar el vidrio digital.

Virginia dio un paso hacia la mesa, las uñas clavadas en la palma de la mano. Sus pies buscaron la alfombra como un ancla, pero la cámara siguió imponiendo su ritmo. Entonces, sin que yo lo razone, vi la mano de la otra yo alzarse otra vez: esta vez no como imitación, sino con propósito. La pantalla mostraba los dedos extendiéndose, clavando la mirada en Virginia como quien lee una sentencia.

—No te acerques —salió de mi boca en un susurro que me sorprendió por lo quebrado—. No la toques.

Virginia no me escuchó. Ninguna de las dos nos había escuchado en realidad hasta entonces. Avanzó unos pasos, convencida de vencer lo que fuera que aparecía en la pantalla. Tal vez pensó que con la distancia física bastaría; tal vez creyó que era un truco, un efecto de edición que podíamos romper con un gesto simple. Alargó la mano y rozó el borde de la carcasa donde el metal hacía frío.

La otra mano en la pantalla se cerró contra el vidrio y, por un instante, la imagen parpadeó, como una luz que se rompe en mil astillas. Sentí un tirón en la nuca, una presión como un ventarrón que venía desde el interior del monitor. Virginia dejó escapar un gemido corto, un sonido humano que se quedó en el aire, y su cuerpo se tensó.

Vi su rodilla doblarse, la palma de su mano apretando el borde de la mesa, la cabeza girarse hacia mí con una expresión que buscaba explicaciones. Sus ojos ya no tenían claridad; se ahogaban en una nuez de miedo. Noté el brillo de algo húmedo en su frente —sudor o sangre, no lo sé—, y algo en mi pecho se contrajo en un dolor frío y nuevo.

En el video, la otra yo había puesto la mano sobre lo que parecía ser la mejilla de Virginia. A través de la pantalla, la diferencia entre carne y píxel se hizo borrosa. Virginia, en la habitación, se llevó las manos a la cara como si respondiera al contacto. Fue un movimiento circular, tembloroso. Luego su cuerpo se dejó caer hacia atrás con la lentitud de quien suelta una cuerda que no conoce su final.

La escuché chocar contra el borde del mueble junto a la puerta. Un sonido seco, punzante. Virginia nunca fue una mujer grande, pero su cuerpo golpeó con una contundencia que reverberó en las paredes. Cayó al suelo como se cae en sueños: sin tiempo para corregir la caída. La mano del vidrio en la pantalla todavía estaba apoyada, inmóvil, sobre su imagen borrosa del brazo.

Por un segundo hubo un silencio absoluto. Incluso la cámara pareció contener la respiración. Me quedé paralizada, con las manos frías sobre los muslos, mientras mi amiga yacía inmóvil en el piso, la cabeza apoyada en una posición imposible. No supe si corrí o me arrastré; de alguna manera estuve a su lado en menos tiempo del que mi mente medía. Agarré su muñeca y busqué pulso. No sentí nada. Sólo un latido tenue, irregular, que vaciló y se detuvo.

—Virginia —dije, y la palabra me salió sin combustible—. Virginia, respondé.




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