No Apto Para Matrimonio

Capítulo Dieciséis

Capítulo Dieciséis

El HOMBRE QUE ESTABA DE PIE JUNTO A LA PUERTA DE LA sala de espera tenía sobrepeso y se estaba quedando calvo. Vestía una camisa blanca de manga corta, arrugada y con las axilas manchadas de sudor. Sus pantalones eran azules y sus zapatos marrones de punta de ala. Se había aflojado la corbata de rayas rojas y blancas y desabrochado los dos primeros botones de la camisa.

La pistola plateada que sostenía no era muy grande. Pero a mí, me pareció bastante letal.

La apuntó a su mujer.

—Vamos, Eleonor. Necesitamos hablar contigo un momento. Ahora mismo. —Eleonor se encogió contra mí.

Y dije: —Señor Cooper...

No llegó más lejos. Otto Cooper me apuntó con la pistola.

—Cállate, zorra. Ya has hecho suficiente. Debería...

—Baje el arma.

Era Nathan. Su voz provenía de detrás de mí. No me giré para mirarlo. Mantenía la mirada al frente: Otto Cooper y su pequeña pistola plateada.

Otto era claramente un hombre al borde de una cuerda emocional. Unas ojeras le rodeaban los ojos. Su piel tenía un tono grisáceo. El sudor le perlaba el labio superior y le corría por la comisura de la cara. Y la mano que sostenía el arma temblaba.

—Baje el arma, —repitió Nathan.

Negó con la cabeza. Con la mano libre, se secó la frente y luego las gotas de sudor del labio superior.

—Es mi esposa y esto es un asunto de familia. Eleonor ven. Tengo algunas cosas que decirte.

Eleonor habló entonces.

—No. —Su voz temblaba, pero pude percibir la firme determinación en ella.

—No voy contigo, Otto. No voy a ir contigo nunca más.

—'No me contestes. —La pistola en la mano de Otto tembló aún más fuerte que antes. —Nunca, jamás me contestes. —Apuntó con la pistola, lo mejor que pudo, al corazón de Eleonor.

Y entonces Nathan dio un paso adelante.

Y susurré: —No..., —pero Nathan no le hizo caso. Se interpuso entre las dos, y la pequeña pistola plateada de Otto Cooper.

—Quítate del camino—, gruñó Otto. —O te disparo primero.

—No lo creo— dijo Nathan. Y empezó a caminar, directo hacia la pistola que Otto sostenía en la mano. No se detuvo hasta que el corto cañón plateado le tocó el pecho. Y entonces, con mucho cuidado, levantó la mano sana y la rodeó con los dedos. —Suéltala—dijo. —Suéltala ahora. Date la oportunidad de vivir con la paz que no encontraras si aprietas eses gatillo.

—No. No, no puedo hacer eso. Esa de allá es mi esposa.

—Ya no. Se acabó. Déjala en paz.

—No puedo.

—Puedes.

—No.

—Sí.

A Otto le corría el sudor por los ojos. Me pareció ver a un solo paciente en la sala de espera, ni yo, ni Eleonor, ni Harry, ni Emma, respirábamos en ese momento.

—Déjalo ir —dijo Nathan, en voz muy baja, una vez más.

Yo no podía mirar. Cerré los ojos y esperé el disparo.

No sucedió.

Me atreví a mirar de nuevo. Y apenas podía creer la evidencia de mis propios ojos. Otto Cooper había soltado el arma.

La seguridad del hospital llegó en minutos. Se llevaron a Otto. Poco después, aparecieron dos representantes del Departamento de Policía de Berkeley tan pronto como tomaron declaración a todos. Mientras yo llevaba a la conmocionada Eleonor de vuelta al refugio.

Milagrosamente, para cuando regresé a la clínica, todo parecía haber vuelto a la normalidad.

—Vamos a tiempo, más o menos —anunció Emma. ¿Puedes créelo?

La miré con desdén. Cualquiera que trabajara en el campo de la medicina te lo diría: nunca menciones cosas como la puntualidad o lo tranquilo que es. Si lo haces, inevitablemente ocurren desastres.

—Haré como que no oí eso.

Emma rió entre dientes.

—Lo siento. Me retracto.

No dejaba de pensar en Nathan y en la pequeña pistola plateada de Otto Cooper.

—¿Dónde está el Dr. Griffin? —pregunté.

—Con un paciente. Quieres que...

—No. Lo veo luego.

A las cinco, cuando la cosa parecía estar amainando, me armé de valor y fui a llamar a la puerta de la consulta de Nathan, tras la cual había desaparecido unos veinte minutos antes. Pero no respondió.

Emma pasó por allí. Retrocedí de un salto como si me hubieran pillado haciendo algo que no debía.

—Solo estaba...

Emma se encogió de hombros.

—Ya se fue.

—¿Lo hizo? ¿Pero pensé...?

—Ajá. Se fue. —Emma siguió caminando, echándose su bolso por encima del hombro—. Salió a hacer una ronda hace unos diez minutos. Dijo que nos vería el lunes.

—¿El lunes? —pregunté tras ella—. ¿Seguro?

Terry respondió: —Eso dijo.

Dejé el hospital a las cinco cuarenta y cinco. El cielo estaba gris plateado. Se acercaba la lluvia. Mi coche parecía dirigirse solo hacia el apartamento de Nathan y no me detuvo hasta llegar allí.

Aparqué frente al edificio, no muy lejos de las escaleras que subían a la entrada principal. Salí de un salto, me dirigí hacia las escaleras y las subí de dos en dos, sabiendo que no me atrevía a reducir la velocidad o tal vez nunca llegaría.

Toqué el timbre.

Él no respondió.

Volvió a llamar.

Nada. Un par de ventanas largas y estrechas flanqueaban la puerta, pero ambas tenían cortinas, así que no podía ver si él estaba dentro. Y, supe que había ido alguna parte. Ya que abriría si hubiera estado dentro, aunque solo fuera para decirle que se largara.

Me di la vuelta y bajé corriendo las escaleras, deteniéndome para echar un vistazo a su plaza de aparcamiento antes de subirme al coche. Estaba vacía.

Subí al coche, cerré la puerta de un portazo y me sentí fatal. No dejaba de pensar en rubias. Rubias guapas. Y probablemente estaría saliendo con una ahora mismo. No había ninguna razón para que no lo hiciera.

De hecho, tenía todas las razones del mundo para que sí. A un hombre le gustaba salir con una mujer guapa. Sobre todo, si la mujer decía que sí de vez en cuando.

Puse el coche en marcha y conduje a casa. Regué mi filodrendo, abri la nevera y miré el pollo que planeaba despellejar y asar esta noche. El teléfono sonó justo cuando llevaba el pollo a la encimera. Era Evelyn.




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