Todas las personas me parecían sospechosas. Tal vez era por eso que no podía dormir. La ventana de mi pieza daba directamente a la vereda, y me daba la sensación de que cualquiera que pasaba caminando estaba adentro de mi casa. No sé por qué me preocupaba tanto, si por esos días ya no pasaba casi nadie por la calle.
Cuando me mudé, me había costado acostumbrarme a eso. Venía de un departamento muy silencioso en contrafrente, donde no se escuchaba lo que pasaba en los departamentos de adelante. El cambio fue brusco. Sin embargo, con el correr de los meses me pareció menos invasivo, aunque de vez en cuando le decía a Facundo:
-Shhhh, que afuera se escucha todo.
-No seas ridícula, Brenda, estamos dentro de nuestra casa, podemos hablar como queramos.
Mi cara se torcía en una mueca, mezcla de desagrado y resignación. Porque la voz de Facu era fuerte, vibrante, yo siempre le decía que debería haber estudiado locución, pero él no la había aprovechado.
Me fui dando cuenta de que por la pandemia había menos ruidos, la genta no salía de noche, excepto el vecino de al lado, que tenía motivos para salir. Motivos no muy santos, pero motivos al fin.
Y ese mismo silencio contundente, como un golpe en la cabeza que no te mata pero te deja atontado, ese silencio asustaba. Y en medio del silencio, los sonidos comunes se volvieron terribles: la puerta de un auto, las pisadas de un perro en las baldosas de la vereda, la tapa del contenedor de basura si la sueltan sin cuidado. Y tras cada uno de esos detalles, yo me levantaba de puntillas a espiar por la ventana. Desde ese lugar podía ver hasta la esquina, y chequeaba cada uno de los parabrisas de los autos, que son siempre los mismos: la camioneta roja del vecino de enfrente, que me enteré que todos los días llegaba a eso de la una y se va a las cinco de la madrugada; el auto del vecino de arriba que tenía una nena discapacitada y la sacaba a la vereda a tomar el sol; la vecina del Gol gris que nunca supe dónde vivía exactamente pero hacía doscientas maniobras para estacionar; y la camioneta de Facu, que siempre me encandilaba con la pequeña luz de la alarma.
Todas las veces lo mismo: un pequeño ruido, me asomaba a la ventana, me quedaba mirando hasta el aburrimiento. Si no era nada importante... nunca iba a ocurrir nada importante en nuestra calle, una tranquila calle de barrio. Y cuando sucediera, me encontraría dormida de cansancio por los días que no pasaban.
Pocas veces cambiaba la rutina. Ayer estacionó un vehículo diferente y me quedé mirando, desconfiando, ¿por qué gritará tanto la gente? Miré al conductor del auto rojo que paró en doble fila, con su remera gris de letras grandes, y me pregunté: ¿A qué vendrá este tipo? ¿Será policía?Después me relajé porque el vecino de enfrente salió a hablarle y la conversación parecía amistosa. Me relajé, pero no tanto. Seguí tipeando en mi computadora con el oído pegado a la ventana, como si todo el tiempo alguien estuviera a punto de llegar a buscarme quién sabe para qué.
Primero el apagón, luego la cuarentena. Y ese aislamiento obligatorio que me estaba enfermando. Y no era el famoso virus, eran mis pensamientos, que no sabían estar enjaulados. Estaba necesitando libertad a toda costa, y como todo lo que me propuse en la vida, la iba a conseguir.