No debes tronar tus dedos de noche

Parte 1

La tormenta ahogaba los gritos del viento al golpear como salvajes bestias contra el delgado vidrio. La frialdad con la que el mundo anunciaba los cambios de clima, contrastaba con la calidez interna del refugio humano. En un silencio que delataba el típico "no hay nada que hacer" clara muestra del aburrimiento. El crujir de la madera de aquel viejo sillón, alertó a la ansiosa "nueva generación". Creían que su abuelo estaba dormido, aunque nunca le había prestado la más mínima atención, al final los ojos sin luz de Marco Irisario Magnolio, era ignorando al hastío de la mirada confabuladora y reacia de sus propios nietos.

—No deben tronar los dedos de noche —gruñó el viejo, como si la frase le hubiese nacido de los huesos.

Los niños se sobresaltaron. Dos de ellos dejaron caer el control remoto. La más pequeña dejó de golpear la mesa con los nudillos.

El abuelo no se movía. Pero su voz brotaba desde la garganta seca como una caverna olvidada.

—A veces los huesos crujen solos… pero si los llamás, vienen. Vienen por lo que creen suyo.

Nadie respondió. Confundidos por aquella misteriosa intervención.

—¿Quiénes? —preguntó uno de los nietos, con la burla de quien no cree en cuentos.
—Los que coleccionan dedos —respondió el abuelo con la voz añeja como vino.
Y entonces sonrió. O algo así. Porque ningún niño quiso mirarlo directamente.

—Es solo una mala costumbre —intentó justificar Lissandro, uno de los mayores. Sabía que su abuelo decía incoherencias sin sentido, según su padre, pero nunca lo había escuchado decir tal tontería—. No somos niños para asustarnos con cuentos de fantasmas.

El silencio reinó de nuevo, como una oleada de anticipación y orgullo hormigueando entre los diferentes presentes.

—Ojala fueran fantasmas lo que nos preocupara...

Suspiró el anciano, con una pesadumbre tal como si cargara con el peso del mundo en sus desgastados hombros.

—¿Y entonces qué es? —preguntó Valentina, que apenas tenía ocho años. Su voz era un murmullo tembloroso, más por reflejo que por valentía.

El anciano ladeó su rostro sin luz hacia ella. Como si pudiera verla.

—Es un eco. Un crujido que aprendió a alimentarse.

Todos guardaron silencio.

—La primera vez lo oí cuando era niño. Mi hermano lo hizo. Tronó sus dedos para molestarme. Yo le advertí… pero no me creyó. —Hizo una pausa—. Cuando lo encontramos, tenía la boca abierta. Como si hubiera gritado. Pero sus dedos… —La voz del viejo titubeó un segundo— no estaban.

Lissandro suspiró exagerado, dispuesto a decir algo, pero su hermano menor lo agarró del brazo. Tenía los ojos bien abiertos.

El abuelo continuó, como si hablara solo:

—Tronar los dedos de noche es un llamado. Como abrir la ventana al hambre. Hay cosas que solo escuchan el lenguaje de los huesos.

—Abuelo, por favor, son solo historias de tu generación...

Aunque la voz se escuchaba cada vez más lejana en la niebla. Marco Irisario Magnolio murió esa noche, y sus nietos creyeron que simplemente se había quedado dormido: cosas de la edad.

Aun así, la empleada encargada de cuidar los horarios de medicina de aquel hombre simplemente fue quien encontró el cadáver.

Elena Michael Magnolio, hija del medio y posiblemente la única que se había puesto lentes negros para pasar desapercibida la profunda borrachera que había conseguido saqueando la licorería de su padre, un día antes junto a sus hermanos. Caminó fingiendo tranquilidad al atril frente al ataúd negro, poso su mano en la fría madera, quienes muchos creían un acto de respeto, de hecho fue solo para no perder el equilibrio.

—Mi padre ha sido un hombre rondado toda su vida —sus primeras palabras inmediatamente provocaron un suspiro en Henry Layson Magnolio, el hermano mayor y presunto heredero de la fortuna que había amasado su padre.

Con el discurso de fondo, Dominick Harry Magnolio, hijo menor, bostezaba apenas sosteniéndose en pie, no era bueno con la bebida pero adoraba saquear la licorería de su padre, posiblemente la única acción que compartían junto a sus hermanos.

Al día siguiente, el notario, un hombre enjuto de bigote ceniciento, abrió la carpeta lacrada con el sello de Marco Irisario Magnolio. La familia se acomodó en el salón principal: lámparas de lágrimas de cristal, cortinajes pesados y los retratos del patriarca mirando desde cada pared como testigos mudos.



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En el texto hay: terror, casa encantada, lbdt

Editado: 30.12.2025

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