¿Alguna vez trataste de contar la historia de alguien más?
No tengo la menor idea de cómo se supone que empezó todo. Solo sé que, cuando miro atrás, no todo estaba roto. Y si lo estaba, nadie nos enseñó qué hacer con las piezas. Nadie nos explicó que amar también implica saber qué hacer cuando algo deja de encajar.
Éramos jóvenes. Demasiado.
Creímos que sentir tanto era una ventaja, no una advertencia.
Nos conocimos cuando todavía pensábamos que el futuro era algo que se resolvía solo, como una ecuación sencilla que tarde o temprano daba resultados. Creíamos que bastaba con querer, con insistir un poco más, con aguantar. No sabíamos que algunas cosas no fallan por falta de amor, sino por exceso de silencio.
Él tenía esa forma impecable de estar en el mundo. Caminaba como si cada paso tuviera un propósito, como si supiera exactamente qué se esperaba de él y estuviera dispuesto a cumplirlo, incluso cuando eso significaba dejarse a sí mismo en segundo plano. Había algo en su manera de sostenerse que imponía respeto. Algo que hacía pensar que nada podía romperlo.
Yo, en cambio, aprendí pronto que sentir era un riesgo innecesario. Que abrirse significaba perder el control. Que querer algo demasiado era una forma elegante de exponerse al dolor. Así que hice lo que mejor sabía hacer: construir distancia incluso cuando estaba cerca, sonreír cuando algo dolía, callar cuando debía hablar.
Y aun así, funcionamos.
Funcionamos en cosas pequeñas.
En la forma en que me esperaba sin decirlo.
En cómo sabía cuándo hablar y cuándo dejarme en silencio.
Recuerdo una tarde cualquiera, sentados en el borde de una acera, compartiendo una bebida que ya estaba tibia. El sol empezaba a caer y la ciudad seguía con su ruido habitual, como si nada importante estuviera ocurriendo. Él hablaba de planes que todavía no existían, de ideas que sonaban demasiado grandes para nuestra edad. Yo fingía no prestar atención, pero memorizaba cada gesto, cada pausa, cada palabra dicha con entusiasmo contenido.
Pensé que eso era suficiente.
Pensé que mientras estuviéramos ahí, nada podía romperse.
Nunca hablamos de lo que dolía.
Nunca pregunté qué pasaba cuando se quedaba demasiado callado.
Nunca le dije que a veces tenía miedo de quererlo más de lo que podía permitirme.
Elegimos la comodidad del silencio.
Y el silencio, aunque parece inofensivo, siempre cobra algo a cambio.
Funcionamos sin darnos cuenta de que también estábamos aplazando lo inevitable. Como si ignorar ciertas grietas pudiera evitar que el muro se viniera abajo. Como si no nombrar los miedos los hiciera desaparecer.
Por un tiempo.
Y eso fue lo peor.
Porque cuando algo funciona, uno se relaja. Baja la guardia. Empieza a creer que lo frágil es resistente solo porque todavía no se ha roto. Nadie se prepara para perder lo que parece estable. Nadie ensaya una despedida cuando todo, al menos en apariencia, sigue en su lugar.
Creímos que habría más tiempo.
Que habría otro momento.
Otro lugar.
No entendimos que algunas historias no se rompen de golpe. Se desgastan despacio, en lo que no se dice, en lo que se calla por miedo, por orgullo o por cansancio. Y cuando finalmente se quiebran, ya es tarde para juntar las piezas.
Eso lo supe después.
Mucho después.