A veces los recuerdos no llegan como imágenes claras.
Llegan como una risa que no sabes de dónde salió, como una sensación en la piel que no debería existir, como si el cuerpo tuviera archivadas cosas que la mente jura haber olvidado por pura supervivencia. No vuelven cuando los llamas. Vuelven cuando se les da la gana, como visitas maleducadas que entran sin tocar y se sientan en tu sala a recordarte quién fuiste.
Ese día empezó así: con una risa.
Ni siquiera era una risa mía del todo. Era la risa de él, esa que tenía la capacidad absurda de romper el aire y hacerlo más liviano. La risa que salía cuando por fin se permitía no estar atento a nada. Cuando dejaba, aunque fuera por segundos, esa postura de “todo está bajo control” que le habían cosido al cuerpo desde niño.
El silencio no era algo planeado. Era cómodo. Irreal, incluso. En algunos aspectos de la vida, el silencio es amenaza. En otros, es un regalo. Con él, al menos en esos días, era un lugar. Un sitio donde no hacía falta inventar explicaciones, donde no me sentía obligada a ser una versión aceptable de mí misma.
Él hablaba demasiado cuando se sentía cómodo. Como si las palabras fueran una cuerda que le permitiera no caer en sus propios pensamientos. Y yo… yo escuchaba cada palabra como si no me importara. Como si lo estuviera tolerando apenas. Como si mi atención fuera casual.
Pero me importaba.
Me importaba con esa intensidad estúpida con la que importan las cosas cuando todavía no sabes defenderte de ellas. Me importaba más de lo que estaba dispuesta a admitir, incluso frente a mí. Más de lo que me convenía.
Porque admitir que alguien te importa es darle acceso. Es abrir una puerta. Y yo llevaba años cerrando puertas, aprendiendo a bloquearlas desde adentro, como si el amor fuera un ladrón y no un lugar donde quedarte a descansar.
No sé si era comodidad, respeto o amor. Tal vez una mezcla torpe de todo. Tal vez era solo el alivio de encontrar a alguien que no te exigía explicarte constantemente. Alguien que parecía entenderte sin pedir demostraciones.
Solo sé que nada de lo que pasó fue un error.
Hubo dolor. Hubo traición, quizás. Hubo cosas que aún me cuesta nombrar sin sentir que se me aprieta el pecho como si el aire fuera de papel y se rasgara. Pero no error.
Porque para que algo sea un error, primero tienes que haber tenido la capacidad de hacerlo distinto. Y nosotros, en ese entonces, apenas teníamos capacidad para respirar sin que se notara el miedo.
Nada fue planeado.
Tal vez debí hacerle caso a mis instintos cuando gritaban. Los instintos nunca gritan por gusto. Gritan porque reconocen el peligro antes de que la mente tenga palabras para describirlo. Pero lo que sentía era difícil de ignorar. Era íntimo. Era intenso. Era demasiado perfecto de esa forma que solo existe cuando todavía no conoces el precio.
Recuerdo su habitación.
No por detalles exactos, sino por la sensación de estar ahí como si hubiera entrado a un lugar que no me pertenecía. Había orden. Demasiado orden. Libros apilados con una precisión que no era estética, era nerviosa. Camisas colgadas como si fueran parte de un uniforme invisible. Un escritorio despejado, no porque no lo usara, sino porque no podía permitirse que algo se viera fuera de lugar.
Me senté en el borde de la cama, sin saber bien qué hacer con mis manos. Siempre me pasaba eso. Mis manos no sabían vivir en paz. No sabían estar quietas sin parecer culpables.
Él se movía por el cuarto como si estuviera acostumbrado a que todo fuera una lista: poner esto aquí, mover eso allá, revisar tal cosa, asegurarse de que nada fallara. Como si el mundo fuese una máquina que se detenía si él no la mantenía.
—¿Te estás riendo? —le pregunté, porque lo escuché soltar una risa corta, casi silenciosa.
Se giró con esa expresión suya entre sorpresa y vergüenza, como si lo hubiera atrapado haciendo algo prohibido. Como si reírse fuera un lujo.
—No —dijo rápido.
Mentiroso.
Yo no sonreí. Fingí indiferencia, como siempre. Pero el pecho me hizo algo raro, algo suave, algo tibio. Algo que no se parecía a la ansiedad.
A veces la felicidad se siente así cuando no estás acostumbrada: como una amenaza amable. Como si el cuerpo pensara “esto es demasiado bueno, algo malo viene después”.
Él se sentó a mi lado, pero no demasiado cerca. Tenía esa clase de respeto que no viene de la moral, sino del miedo a arruinarlo. Sus rodillas apuntaban hacia mí, pero su espalda estaba rígida.
—Hablas mucho cuando estás cómodo —solté, con una sonrisa mínima, como quien lanza una piedra al agua para ver qué pasa.
Me miró, y en su mirada hubo algo parecido a rendirse.
—¿Eso es malo?
—No —dije. Y me sorprendió la honestidad con la que salió.
Porque lo normal habría sido decir “me da igual”, “no importa”, “como quieras”. Lo normal era esconderme. Pero con él, a veces, se me olvidaba.
—Es… raro —agregué, más bajo—. En el buen sentido.
Él bajó la mirada como si le diera miedo sostener la mía. No era timidez. Era otra cosa. Era esa necesidad de no pedir demasiado. De no ocupar demasiado espacio.
—Con los demás no hablo tanto —confesó—. Se siente como… no sé. Como si tuviera que medir cada palabra.
Yo entendí. No porque mi situación fuera igual, sino porque mi mecanismo de defensa era primo del suyo. El suyo era perfección. El mío, frialdad. Distintas máscaras, misma intención: no darles a otros la oportunidad de lastimarte.
—Entonces no midas —dije, como si decirlo fuera fácil.
Él me miró como si yo hubiera dicho algo peligroso.
Y esa fue una de las cosas que aprendí con él: lo que para mí era “normal” para otros era un salto al vacío. Lo que para mí era “aguantar” para otros era “romperse”.
No hablamos de lo que dolía.
No hablamos de su familia, de esa casa donde todo tenía que estar impecable incluso cuando se caía por dentro. No hablábamos de las cenas tensas donde el silencio no era un refugio, sino un juicio. No hablábamos de los comentarios pequeños que parecían broma pero no lo eran: “deberías hacerlo mejor”, “no te distraigas”, “la gente te mira”, “no nos hagas quedar mal”.