El tren olía a verano.
A crema solar, a arena pegada en los asientos y a ese silencio cansado de la gente que viaja sin prisa. Tina llevaba tres horas mirando por la ventana, fingiendo que le interesaban los paisajes, cuando en realidad solo estaba contando los minutos que faltaban para bajarse.
El norte de España se extendía ante sus ojos como una postal que olía a mar. Pequeñas casas de piedra, montes verdes, carreteras que se enroscaban como serpientes. Un cielo medio nublado, típico de allí, que parecía prometer tormenta aunque luego solo dejara una llovizna tonta.
Era la primera vez que viajaba sola.
Sus padres habían decidido que necesitaba desconectar, palabra que últimamente usaban para todo: desconectar del móvil, de su grupo, de sus dramas, de su ex, de ella misma.
Después de un curso plagado de suspensos, un corazón roto y una autoestima por los suelos, Faustina —aunque todo el mundo la llamaba Tina— se había convertido en un problema que resolver.
Y la solución, aparentemente, era mandarla a pasar el verano con su hermano mayor, Lucas, que vivía en un pequeño pueblo costero donde, según su madre, “el tiempo se detiene y la gente todavía se saluda por la calle”.
Perfecto.
Lo que ella más necesitaba: un sitio donde todo el mundo se conocía y los rumores viajaban más rápido que el Wi-Fi.
El tren se detuvo con un chirrido largo y metálico. Tina se levantó, se colgó la mochila al hombro y bajó al andén.
El aire olía a sal, y el viento le despeinó el flequillo de forma instantánea.
La estación era minúscula: dos bancos, una máquina de billetes que parecía del siglo pasado y un cartel oxidado con el nombre del pueblo.
—¡Eh, enana! —La voz de su hermano la sacó de sus pensamientos.
Lucas la esperaba apoyado en su coche, con esa sonrisa que siempre parecía sacada de un anuncio. Moreno, despeinado, con una camiseta blanca y un bronceado que daba rabia solo de mirarlo.
Cuando ella se acercó, él la abrazó con fuerza, levantándola del suelo como si siguiera teniendo diez años.
—Hombre, si es la empollona de la familia —dijo con una risa.
—Lucas, bájame o te muerdo.
—Vaya, qué mal humor. Pensaba que venías a relajarte.
—Vengo a sobrevivir, que no es lo mismo.
Lucas se echó a reír y le quitó la maleta de las manos.
—Va, sube al coche. Mamá me ha llamado tres veces para preguntar si habías llegado viva.
—No sé cómo no me ha puesto un GPS en el bolso —murmuró Tina, abrochándose el cinturón.
Durante los primeros minutos de trayecto, ninguno habló mucho.
El coche avanzaba por una carretera serpenteante, con vistas al mar y campos infinitos salpicados de vacas. Tina apoyó la frente contra la ventanilla. Todo parecía tan diferente de Madrid que por un segundo casi se sintió en paz.
—¿Y tus amigos? —preguntó Lucas.
—Bien. Supongo. Cada uno a lo suyo.
—¿Y el tal Marcos? —La mirada de su hermano se ladeó, curiosa.
Tina frunció el ceño.
—No hablemos de él.
—Vale, vale, tema prohibido.
El resto del camino lo pasaron hablando de tonterías: de la universidad de Lucas, del centro de surf que llevaba con unos amigos, de lo mucho que había crecido el perro de la tía Vera.
Tina no quiso admitirlo, pero se le escapó una sonrisa. A pesar de todo, estar con él siempre le tranquilizaba.
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La casa de la tía Vera seguía igual: grande, con persianas azules, tejas rojizas y un jardín lleno de hortensias que olían a lluvia. Las mismas macetas, las mismas sillas de mimbre, incluso el mismo gato gordo dormido en el porche.
Nada más entrar, la tía apareció con su delantal lleno de harina y los brazos abiertos.
—¡Tina, cariño! ¡Qué mayor estás!
—Hola, tía. —La abrazó, aunque no con demasiado entusiasmo—. Te juro que no he crecido tanto.
—Tonterías, estás hecha una mujer. —Le acarició el pelo con cariño—. Vas a revolucionar el pueblo, ya lo verás.
Tina rodó los ojos. Si por “revolucionar” quería decir estudiar mates y dormir doce horas al día, entonces sí.
Dejó la maleta en su habitación, la misma de siempre: muebles antiguos, una colcha de flores y el sonido del mar colándose por la ventana.
Cerró los ojos un segundo. Quizás no sería tan terrible.
Bajó a la cocina atraída por el olor a tortilla.
Lucas hablaba con alguien en el porche. Se oían risas. Voces masculinas.
Una voz en particular le resultó demasiado familiar.
—Ya estás aquí, Fauschina.
Tina se quedó congelada.
No podía ser.
No podía ser.
Giró la cabeza lentamente.
Y allí estaba él.
Nico.
De pie, apoyado contra la barandilla, con una tabla de surf bajo el brazo y el pelo revuelto por el viento.
Más alto, más moreno, con un par de días de barba y esa sonrisa suya de medio lado que siempre decía sé exactamente lo que estoy haciendo.
El corazón de Tina dio un salto tan fuerte que tuvo que fingir que se rascaba el cuello para disimular.
—¿Qué haces tú aquí? —le salió casi en un susurro, mezclado con incredulidad.
—Vaya, qué bienvenida más cálida. —Dejó la tabla apoyada contra la pared—. He venido a salvarle el negocio a tu hermano, como buen amigo que soy.
—Ah, genial. Pues sálvale lejos de mí.
Lucas soltó una carcajada.
—Venga, no empecéis. Que todavía no ha deshecho la maleta.
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Editado: 09.11.2025