Tina se despertó con el sonido del mar colándose por la ventana.
Durante unos segundos, no supo dónde estaba.
Luego vio el techo blanco, la colcha de flores, las persianas azules entreabiertas… y lo recordó todo.
El pueblo.
El verano.
Y, por desgracia, Nico.
Se tapó la cara con la almohada y soltó un quejido.
—Genial, Faustina. Primer día y ya tienes ganas de tirarte por la ventana.
La voz sonó apagada entre las sábanas, pero el sentimiento era completamente real.
No podía creerse que su verano de “tranquilidad y enfoque absoluto en los estudios” empezara con él, justo él, viviendo bajo el mismo techo.
A veces el universo tenía un sentido del humor cruel.
Se incorporó, con el pelo revuelto y los ojos medio cerrados, y se miró al espejo.
Tenía las ojeras de quien ha dormido mal y la cara de quien se ha pasado media noche intentando no pensar en alguien.
Spoiler: no lo consiguió.
Bajó a desayunar aún medio dormida.
La tía Vera ya estaba en la cocina, canturreando algo de Nino Bravo mientras daba vueltas a una sartén. El olor a café y tostadas llenaba el aire, junto con ese aroma a hogar que solo la casa de su tía podía tener.
—Buenos días, mi niña. ¿Dormiste bien? —preguntó, sin dejar de mover la espátula.
—Mmm… más o menos. —Tina se sirvió un vaso de zumo y se dejó caer en una silla—. Tu hermano y Nico ya han salido —añadió la tía, como quien comenta el tiempo.
Tina se atragantó con el zumo.
—¿Qué?
—Que se han ido al centro de surf. Tienen que preparar unas tablas nuevas, creo. —Vera sonrió, completamente ajena al drama interno que esa frase provocaba.
Tina asintió con un “ajá” poco convincente, aunque por dentro suspiró de alivio. Si tenía suerte, igual conseguía pasar el día entero sin verlo. Igual.
Se hundió en la silla, mirando fijamente su tostada como si le guardara algún tipo de respuesta. Justo lo que necesitaba: un verano compartiendo cocina, pasillos y probablemente baño con el chico que había jurado no volver a mirar.
—¿Y dónde duerme? —preguntó con voz tensa.
—En la habitación del ático. Ya sabes, la que da al mar.
Tina dejó caer el cuchillo de mantequilla.
—¿La del ático? ¡Pero si está justo encima de la mía!
—Por eso mismo, así no se siente aislado. —Vera sonrió, encantada con su propia lógica—. Además, no hace ruido, no te enterarás de que está ahí.
Tina alzó una ceja.
Sí, claro.
No enterarse de que estaba ahí era imposible. Nico ocupaba espacio.
No solo físicamente, con su cuerpo alto y su sonrisa de anuncio; también mentalmente. Y eso era aún peor.
El día transcurrió lento.
Tina se obligó a repasar apuntes de matemáticas, aunque cada ecuación terminaba transformándose en pensamientos sobre él.
No podía evitar preguntarse qué estaría haciendo en el centro, si seguiría llevando esa camiseta blanca con el cuello desgastado, si se habría reído de ella con Lucas.
Se odiaba por pensar en eso, pero su cerebro no cooperaba.
Por la tarde, el sonido del motor de una furgoneta la sacó de sus pensamientos.
Se asomó por la ventana.
Y, efectivamente, ahí estaba.
Nico, subiendo las escaleras del porche con una caja en las manos, el pelo húmedo y esa sonrisa que parecía brillar incluso bajo el sol de las seis.
Lucas venía detrás, cargando otra caja, los dos riendo por algo que ella no alcanzó a oír.
—Vera, ya estamos —gritó Lucas al entrar.
—¡Dejad eso en la entrada, chicos! Luego preparo algo de cenar.
Tina bajó justo a tiempo para verlo dejar su mochila junto a la puerta.
—Hola, Fauschina —saludó Nico, sin pizca de vergüenza.
—No me llames así.
—Lo intentaré. Pero no prometo nada.
—Así que ya te instalas, ¿eh? —dijo ella, cruzándose de brazos.
—Sí, señora. —Sonrió—. Vera me ha asignado la habitación del ático. Tiene vistas al mar. Creo que podría acostumbrarme a eso.
—Pues que el mar te trague.
Lucas soltó una carcajada desde el sofá.
—Venga, no empecéis.
—No he empezado nada —replicó Nico con una falsa inocencia—. Solo he saludado a mi compañera de casa.
—No somos compañeros de nada —bufó Tina.
Él se encogió de hombros.
—Eso habrá que verlo. El verano es largo.
Después de cenar, cuando todos subieron a dormir, Tina descubrió que el ático no estaba tan insonorizado como había prometido su tía.
Desde su cama podía oír los pasos de Nico moviéndose arriba, el sonido de una guitarra y, de vez en cuando, un tarareo suave.
No era molesto.
Era peor: era bonito.
Intentó taparse los oídos con la almohada, pero cada nota parecía colarse igual, suave y cálida, como si viniera directamente desde su pecho.
—Maldito seas, Nico —murmuró al techo.
A la mañana siguiente, se despertó antes del amanecer.
El cielo aún tenía ese tono rosado que anuncia el calor que está por venir.
Se levantó en silencio, dispuesta a aprovechar las horas tranquilas antes de que el resto de la casa despertara.
Pero al bajar al porche, lo encontró allí.
Descalzo, con una taza de café en la mano y la mirada perdida en el horizonte.
El viento le alborotaba el pelo, y la luz del amanecer le daba un tono dorado a la piel.
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Editado: 09.11.2025