No eras parte del plan

Capítulo 3 - Arena y sal

El olor a café recién hecho fue lo primero que Tina notó al abrir los ojos.
Lo segundo, el sonido del mar.
Y lo tercero… la risa de Nico, subiendo desde la cocina.

—Perfecto —murmuró—. No hay escapatoria.

Se levantó con pereza, recogió el pelo en un moño torcido y bajó las escaleras.
Vera estaba preparando el desayuno, y Lucas y Nico ya ocupaban la mesa, hablando de olas y corrientes como si fueran expertos en meteorología.
Nico tenía una camiseta blanca, el pelo aún húmedo, y la típica sonrisa que te hacía dudar de si querías pegarle o besarle.

—Buenos días, Fauschina —saludó él, sin mirar siquiera.
—Te juro que algún día voy a encerrarte en el desván —contestó ella, sirviéndose café.
—¿Eso es una amenaza o una promesa?

Lucas soltó una carcajada.
—Madre mía, no lleváis ni una semana y ya parece que vivís juntos desde hace años.

Tina lo fulminó con la mirada.
—Porque no me queda otra.

La tía Vera, ajena a la tensión, dejó un plato de tostadas sobre la mesa.
—Tina, cariño, ¿por qué no vas hoy al centro con ellos? Así te da el aire, que estás todo el día estudiando.

Ella tragó saliva.
—¿Yo? No, gracias. Estoy bien aquí.
—Anda, mujer —intervino Nico—. Te enseñamos cómo funciona. Prometo no hacerte surfear.
—No te creo.
—Palabra de surfista.
Una hora después, estaba subiendo a la furgoneta de Lucas, con las gafas de sol puestas y cara de pocos amigos.
El camino hacia la playa era corto, pero suficiente para que Nico consiguiera irritarla.
—Oye, ¿tú siempre frunces el ceño así o es una cara especial para mí?
—Es mi cara de “me pregunto por qué no me quedé en casa”.
—Ah. Es mona.

Lucas soltó una risa mientras aparcaba frente al centro de surf.
—Vale, tortolitos, hemos llegado.

—No somos… —empezó Tina, pero ya hablaba sola.

El centro de surf era un edificio pequeño, blanco y azul, justo frente al mar. Había un par de tablas apoyadas contra la pared y el aire olía a crema solar, sal y verano.
Tina se quedó mirando cómo Nico descargaba el material con una facilidad irritante.
No solo era bueno en lo que hacía, sino que lo sabía.
Y le encantaba que todos los demás también lo supieran.

—¿Vas a quedarte ahí mirando o vienes a ayudar? —preguntó él, sin volverse.
—Estoy supervisando —replicó.
—Claro, porque sujetar la pared es agotador.

Ella se agachó a recoger una cuerda y casi se le cae encima una tabla que él dejó apoyada de cualquier manera.
Nico se acercó de inmediato, colocándola bien.
—Tranquila, jefa. No querría que te rompas una uña.
—Y yo no querría que te resbalaras y… —se detuvo al notar lo cerca que estaba—. Bueno, da igual.

Él sonrió, bajito, sin moverse.
—¿Ibas a decir “y te cayeras encima de mí”?
—Iba a decir “y te fueras al fondo del mar”.

Lucas apareció justo a tiempo para cortar la tensión.
—Eh, chicos, necesito una mano aquí. —Y luego, con una sonrisa sospechosamente divertida, añadió—. Nico, enséñale a Tina cómo se limpia la cera de las tablas.

Tina arqueó una ceja.
—¿Perdón?
—Vamos, que no muerdo —dijo Nico, guiñándole un ojo.

El sol empezaba a apretar cuando terminaron.
Tina tenía las manos pegajosas, el pelo despeinado y la paciencia en números rojos.
Pero también, para su sorpresa, una sonrisa.
No podía negar que el sitio tenía algo.
El sonido del mar, el olor a sal, la brisa fresca.

Y, muy a su pesar, también él.

—Te has defendido bien, Fauschina —dijo Nico, tendiéndole una botella de agua.
—Deja de llamarme así.
—Vale. —Pausa—. Fauschina.

Ella lo miró con cara de “te voy a matar”.
—¿Te hace gracia fastidiarme, verdad?
—No. Bueno, un poco.
—Eres insoportable.
—Y tú gruñona. Estamos empatados.

Lucas se acercó con el móvil en la mano.
—Oye, Nico, tengo que pasar por el taller a recoger las tablas nuevas. ¿Te quedas aquí un rato con Tina?
—¿Qué? —saltaron los dos al mismo tiempo.
—No tardo nada —aseguró Lucas, subiéndose a la furgoneta.

En cuanto el motor se perdió en la carretera, Tina lo miró.
—Ni se te ocurra intentar enseñarme nada.
—Tranquila. —Sonrió—. Pero, ya que estás aquí, podrías probar a subirte a una tabla.
—He dicho que no.
—Venga, solo una vez. Si te caes, te invito a un helado.
—¿Y si no me caigo?
—Entonces… te invito a dos.

Tina lo miró de reojo.
—Eres idiota.
—Eso es un sí.

El agua estaba fría, y cada ola la hacía tambalearse un poco.
Tina apretó los labios, concentrada en no caerse, mientras Nico la observaba desde unos metros más allá, con los brazos cruzados sobre la tabla y esa sonrisa suya que parecía decir “te lo advertí”.

—¡Eso es! ¡Sigue el ritmo de la ola! —gritó.
—¡Cállate! —replicó ella, girando la cabeza justo antes de perder el equilibrio y caer al agua con un chapuzón que salpicó a medio océano.

Cuando salió a la superficie, el pelo se le pegaba a la cara y el agua salada le escocía en los ojos. Nico estaba ya a su lado, riéndose, completamente en su elemento.
—Te dije que te ibas a caer.
—Y yo te dije que te ibas a callar.

Intentó empujarlo con una mano, pero el movimiento hizo que ambos perdieran el equilibrio.
Él trató de sostenerla por la cintura, pero la ola siguiente los golpeó de lleno y los dos acabaron cayendo, enredados entre espuma, risas y torpeza.

Cuando emergieron, él la tenía aún sujeta, las manos firmes en sus caderas.
El agua les llegaba por la cintura, y el sol del mediodía caía justo sobre ellos, reflejándose en las gotas que les resbalaban por la piel.
Durante unos segundos, ninguno dijo nada.

Tina notó el pulso acelerado contra el pecho, no sabía si el suyo o el de él.
Nico la miraba con esa mezcla de descaro y ternura que siempre la descolocaba, con una sonrisa ladeada, de esas que no sabes si quieres borrarle o memorizar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.