No eras parte del plan

Capítulo 4 - Entre batidos y miradas

El verano empezaba a coger ritmo.
Las mañanas olían a café y crema solar, las tardes a sal y risas, y Tina ya había aceptado que su vida giraría durante esas semanas en torno a tres cosas: el mar, la arena y Nico molestándola a diario.

No era tan terrible como había imaginado, aunque él seguía empeñado en hacerle perder la paciencia a cada minuto.
Y, lo peor de todo, era que a veces hasta lo disfrutaba.

El centro de surf se había convertido en su refugio.
Lucas y Nico daban clases a turistas y chavales del pueblo, mientras ella ayudaba en el mostrador, organizando reservas, apuntando horarios en una libreta llena de garabatos y sirviendo batidos en el pequeño chiringuito que habían montado al lado.
El lugar siempre estaba lleno de vida: música sonando desde un altavoz, olor a coco en el aire, tablas apoyadas contra la pared y el sonido constante de las olas rompiendo al fondo.

Tina se movía entre todo aquello con una naturalidad que no recordaba haber sentido en meses.
El mar la despejaba, el trabajo la distraía y, aunque no lo admitiría ni bajo tortura, la presencia de Nico convertía cada día en una especie de reto.
Un reto irritante, sí, pero también… emocionante.

Por las tardes, cuando el sol empezaba a caer y el cielo se teñía de naranja, se quedaban todos allí: la pandilla del surf, los chavales del pueblo, algún turista que se resistía a irse.
Las risas se mezclaban con la música suave del altavoz y con el olor a mar.
Era el tipo de verano que, si uno no tenía cuidado, se te quedaba grabado para siempre.

—¡Oye, Fauschina! —la voz de Nico la sacó de sus pensamientos—. ¿Puedes traerme otra botella de agua?
—¿Y qué más? ¿Quieres también una sombrilla y un masaje?
—Si lo ofreces tú, no digo que no.

Tina le lanzó una mirada asesina mientras le arrojaba la botella, que él atrapó al vuelo con una facilidad que daba rabia.
—Gracias, asistenta —añadió con una sonrisa ladeada.
—¿Sabes? —replicó ella, cruzándose de brazos—. Estoy empezando a entender por qué tu ex te dejó.
—¿Ah, sí? —Nico alzó una ceja—. Pues debía de tener tus mismos gustos raros.

De fondo, Lucas soltó una carcajada.
—Un día te va a mandar a paseo, tío.
—Nah, me adora —contestó Nico sin apartar la vista de ella.

Tina fingió no oírlo, aunque el calor en las mejillas la traicionó.
No era justo. Él tenía esa habilidad irritante para descolocarla con una sola frase.

Intentó concentrarse en limpiar unas tazas, pero cada vez que Nico pasaba cerca, su perfume —mezcla de sal, crema solar y algo que no podía identificar— la distraía.
Era como si el aire cambiara cuando él estaba demasiado cerca.

A ratos se reían; otras veces discutían por tonterías.
Era agotador, sí. Pero también… divertido.
Más de lo que quería reconocer.

Aquel día, por ejemplo, cuando Lucas se metió al agua con un grupo de alumnos y la tarde se quedó tranquila, Nico apareció detrás del mostrador con su sonrisa de “sé que vas a gritarme, pero lo haré igual”.

—He pensado que podríamos poner batidos con mi nombre —dijo, apoyándose en la barra.
—¿Batidos con tu nombre? —repitió Tina, sin levantar la vista.
—Sí, algo tipo El irresistible de fresa. Vendería un montón.
—Vendería cero. —Ella cerró la libreta con un golpe seco—. Pero puedes probar con El insoportable de plátano, igual cuela.
—Uy, qué mala leche. ¿No desayunaste o es que me echas de menos?
—¿Tú te oyes cuando hablas? —preguntó Tina, intentando no reírse.
—No. Por eso necesito que me escuches tú.

Y ahí estaba de nuevo: esa sonrisa que le encendía todas las alarmas y, al mismo tiempo, le desordenaba un poco el corazón.
Tina rodó los ojos y le dio un empujón leve con el codo.
—Vete a enseñar a tus alumnos antes de que se ahoguen.
—Ya voy, jefa. —Él le guiñó un ojo y se marchó silbando.

Cuando lo vio alejarse hacia la orilla, Tina notó algo que se parecía peligrosamente a una sonrisa escapársele.
Y la odió por eso.
Porque no debía sonreírle.
Porque no debía mirarle tanto.
Y, sobre todo, porque empezaba a temer que, de algún modo, aquel verano no sería tan tranquilo como había prometido.

El fin de semana llegó con el calor pegándose a la piel y el paseo marítimo lleno de turistas.
El centro de surf estaba a rebosar: música, risas, el olor a crema solar mezclado con el de los batidos que Tina preparaba sin parar.

—No puedo más —murmuró ella, apoyándose en la barra—. Si viene otro alemán a pedirme un smoothie de mango con “leche de avena eco” me tiro al mar.
—Te empujo yo, si quieres —dijo Nico desde su tabla, que estaba reparando bajo la sombra—. Así refrescas ideas.
—No hace falta, gracias. Bastante tengo con verte.

Él sonrió, sin siquiera levantar la cabeza.
—Ay, lo que te cuesta admitir que me adoras.

Antes de que pudiera contestarle, una voz nueva interrumpió la escena.
—Perdona, ¿puedes atenderme?

Tina levantó la vista.
Frente a ella había un chico alto, con el pelo castaño claro y sonrisa fácil. Llevaba una cámara colgada al cuello y una camiseta blanca que le quedaba demasiado bien.
Turista, pensó. Pero de los simpáticos.

—Claro —dijo ella, sonriendo—. ¿Qué quieres?
—Un batido de fresa y… —la miró un segundo más de lo necesario—. ¿Tú cómo te llamas?
—Tina.
—Encantado, Leo. —Le tendió la mano y ella, riendo, se la estrechó—. Vengo todos los veranos, pero este año me he decidido a aprender a surfear.
—Pues llegas al sitio perfecto. —Tina señaló hacia la playa—. Ahí tienes a los profes estrella.




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