No eras parte del plan

Capítulo 7 - La calma después de la tormenta

El sol se colaba por las persianas, tiñendo la habitación de un dorado suave, de ese que parece prometer un día tranquilo… aunque Tina ya sabía que la tranquilidad no era lo suyo.
Abrió un ojo, gruñó, y se tapó con la almohada como si así pudiera esconderse del mundo —y de todo lo que le daba vueltas en la cabeza desde la noche anterior—.

Había dormido fatal. Entre los truenos, el ruido del viento y los recuerdos que se colaban a traición, apenas había pegado ojo.
Cada vez que cerraba los ojos, lo veía allí, empapado, con esa sonrisa medio rendida y las palabras flotando entre ellos.

No sé manejar esto.
La frase le rondaba la cabeza como una canción molesta, de esas que odias pero no puedes dejar de tararear.
Porque, claro, ella tampoco sabía manejarlo.

Se dio la vuelta con un suspiro y se quedó mirando el techo unos segundos, intentando convencer a su cerebro de que lo de anoche no significaba nada.
Solo habían hablado.
Bueno… “hablado”.
Había tensión, sí, pero tensión no era sinónimo de nada.
Exacto, Faustina. Tensión no es nada. Nada de nada. Perfectamente manejable. Total, no te late el corazón como si hubieras corrido una maratón cada vez que piensas en él.

Se levantó al fin, se recogió el pelo en un moño desastroso y bajó a la cocina con paso perezoso.
La casa olía a mantequilla y azúcar, y la tía Vera ya estaba allí, canturreando una canción de los ochenta mientras daba la vuelta a un montón de tortitas.

—Buenos días, dormilona —saludó sin girarse.
—Buenos días —murmuró Tina, arrastrando las palabras, aún medio zombie.
Se dejó caer en una silla, se sirvió un vaso de zumo y apoyó la cabeza sobre la mesa.
—¿Todo bien, cielo? —preguntó la tía, dejando un plato delante de ella.
—Sí… solo que dormí fatal.
—Normal, con la tormenta de anoche. Menudo vendaval.

Tina asintió sin levantar la vista.
Sí, un vendaval. Y no precisamente fuera.

—Tu hermano y Nico ya han salido al centro —añadió la tía mientras colocaba otra tanda de tortitas sobre el plato.
Tina se detuvo, levantando la cabeza apenas.
—¿Nico también?
—Claro, cielo. ¡No van a cerrar por cuatro gotas! —rió la tía—. Han dicho que querían aprovechar la mañana para limpiar todo lo que se mojó.

Tina se mordió el labio.
Cuatro gotas. Sí, claro. Y un huracán emocional, pensó.

Mientras revolvía el jarabe sobre las tortitas, no pudo evitar que su cabeza se fuera por otro lado.
Tampoco estaba haciendo lo que se suponía que tenía que hacer.
No estaba estudiando, ni cumpliendo el plan que había trazado cuando decidió pasar el verano allí.
Había venido a despejarse, a ordenar su cabeza, a poner distancia con todo lo que la había roto ese año.
Con su ex.
Con su mejor amiga.
Con la versión de sí misma que se había quedado atrapada en esa historia que había terminado mal.

Y, si lo pensaba bien, lo único realmente bueno de todo esto era que lo había conseguido: llevaba semanas sin pensar en ellos.
Porque ahora, todo lo que ocupaba espacio en su cabeza… tenía ojos verde como esmeraldas, una sonrisa torcida y una habilidad infalible para desarmarla con una sola frase.

Cogió el tenedor, pinchó un trozo de tortita y se lo llevó a la boca, intentando convencerse de que no tenía ningún interés en ir al centro de surf ese día.
Podía quedarse allí, leyendo o viendo alguna serie.
Podía no cruzarse con él.
Podía ser racional, madura, fría.

…Diez minutos después, estaba buscando su sudadera favorita y las gafas de sol.

A media mañana llegó al centro de surf. El aire olía a sal, crema solar y humedad reciente. Las tablas estaban alineadas al sol, goteando aún del día anterior, y Lucas ya se movía de un lado a otro como si el mundo dependiera de que todo quedara perfectamente colocado.

—¡Eh, dormilona! —le gritó desde la orilla, agitando una mano—. Creí que la tormenta te había arrastrado al mar.
—Muy gracioso —respondió ella, acomodándose el bolso en el hombro.
—Anda, ponte crema, que hoy quema —le dijo, lanzándole el tubo desde lejos. Tina lo atrapó por pura suerte.
—Gracias, mamá.
—De nada, hija —replicó él, riendo antes de volver al agua con los alumnos.

Tina suspiró y se giró hacia el depósito.
Y ahí estaba él.

Nico, con la camisa abierta sobre el torso bronceado, las mangas arremangadas, el pelo todavía húmedo y un destornillador en la mano. Reparaba una tabla con la concentración de quien está intentando ignorar deliberadamente el resto del mundo.
Bueno, el resto del mundo, o a ella.

—Buenos días, Fauschina —saludó sin levantar la vista.
—No empieces —replicó, cruzándose de brazos.
—¿Yo? Si no he dicho nada.
—Justamente. Eso es lo sospechoso.

Él sonrió, apenas un movimiento en la comisura de sus labios.
—Vaya reputación me estás dejando.
—No hace falta que te la deje yo, ya te la ganaste solito.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dicen de mí exactamente? —preguntó, levantando al fin la vista, con esa mirada que siempre parecía un desafío.
—Que eres insoportable.
—Mmm. —Hizo una pausa, dándole la vuelta a la tabla—. Curioso. Porque a ti te encanta discutir conmigo para ser alguien que me encuentra tan insoportable.

Tina resopló. —Porque tengo el defecto de responder cuando la gente me habla.
—Ajá. O sea, si no te hablo, te molesta; y si te hablo, también. Es un sistema interesante.
—Es mi sistema de defensa —replicó ella, intentando sonar firme, aunque se le escapó una sonrisa.
—Contra mí, supongo.
—Contra los idiotas en general.
—Ya, pero qué casualidad que siempre lo usas conmigo.




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