No hay leyes para amarte

Prefacio

Un mes atrás.

Elly

Cuando el coche de Atlas Lentton se detuvo lentamente. Pensé que el estacionamiento del hotel Claridge era un lugar extraño para enamorarse.

Podía decirse que había llegado en el momento exacto y eso me hizo sentir un ligero hormigueo en el pecho. Como si de alguna forma estuviésemos predestinados.

¡Qué tontería!

Pero así era yo, me gustaba soñar despierta e imaginar que me decía que también estaba enamorado de mí desde el primer día que comenzó a trabajar con nosotros.

El problema, era que para enamorarse, primero debía registrarme y eso no ocurría. Yo no era la mujer por la que un hombre se daba la vuelta para repasar. Era más bien la que nadie notaba su presencia, como si fuese una copiadora o un cubículo más.

Por lo que me costaba socializar. Sin embargo, me había visto obligada a acompañar al doctor Meyer, para quien trabajaba desde hacía cuatro años. La sola idea de ir a un sitio donde se encontraban reunidos los mejores abogados del país, me provocaba urticaria.

No obstante, me vi arrastrada por el contagioso entusiasmo de una de mis compañeras de trabajo. La vi delirar de alegría, al buscar un vestido de su hija para prestarme, mientras decía: «Si tuviese treinta años menos, me pondría a tiro de alguno de esos abogados solteros sin dudarlo».

No me interesaba ponerme a tiro de cualquier abogado soltero. Solo me importaba Atlas y sabía bien que estaría allí. Por lo que me vestí con esmero, me quité los anteojos de montura gruesa y mi hermana Sara me maquillo. En tanto le contaba, por enésima vez, lo maravilloso y guapo que era. Lo mucho que me gustaba y cuanto deseaba que se fijase en mí.

Pero él nunca se volteó a verme. Ni una sola vez en toda la noche, a pesar de todo mi esfuerzo. No era ninguna sorpresa. Nunca lo había hecho desde que comencé a trabajar en el despacho. Fue cuando tuve la amarga certeza de que no importaba lo que hiciese, siempre sería invisible para él.

Aquello solo aumentó la sensación de soledad que crecía en mi interior día tras día. Así que no vi otra alternativa que disculparme con el doctor Meyer, para poder irme a mi casa y meterme bajo las mantas para poder llorar a gusto.

El tiempo se encontraba acorde a mi estado de ánimo y una vez que llegué al lugar donde esperaría el Uber, rompió a llover.

Se veían relámpagos y los truenos rugían más allá del horizonte. Me quedé allí parada, bajo la lluvia, empapada, respirando hondo, entornando los ojos, esperando que se acercase el coche que había pedido.

Con un nudo en el estómago, aparté el cabello empapado de mi rostro y me esforcé por ver con impaciencia a pesar de que sin mis anteojos era bastante difícil.

Fue cuando escuché el motor rugiendo en las sombras oscuras que se extendían hasta donde lograba ver y pronto las luces de un Cámaro negro reluciente, me encandilaron por completo.

Di un respingo de sorpresa, una vez que el automóvil se detuvo frente a mí y el conductor bajó el cristal del copiloto.

Era Atlas y me miraba sonriente, con un brillo pícaro en los ojos, desde el interior del lujoso vehículo.

El corazón se me detuvo.

Evidentemente, no estaba sobrio.

—¿Necesitas que te lleven? —Arrastró las palabras y supe que había tomado más de lo que parecía. A pesar de que me sentía calada hasta los huesos. Me di cuenta de que se veía tan guapo que era imposible mirarlo a los ojos sin que me ardiese la cara y sintiese fuego en las entrañas —. No creo que sea correcto dejar a una chica linda empapándose bajo la lluvia —. Dijo al ver que era incapaz de responder y me miró con una sonrisa desgarbada, mientras enmarcaba una ceja.

¿Linda? ¿Acababa de decir que era linda?

Recorrí mis labios con la lengua, para atrapar las gotas de agua que los humedecían. Él mantuvo la vista fija en ellos, durante un instante, y apartó la vista bruscamente.

—Estoy esperando un Uber —. Asintió, acomodando en el asiento, miró hacia adelante y se aflojó el nudo de la corbata con dos movimientos de muñeca —. Lo llamé hace treinta minutos.

—¿Treinta minutos? —Se sorprendió, sin dejar de mirarme y se quitó la corbata lentamente —. Ya no creo que venga. Son casi las tres de la madrugada y estás calada hasta los huesos —señaló al ver que me cubría con los brazos para protegerme del frío.

Negué con la cabeza con obstinación y él meneó la cabeza.

—¡No puedo creer que vayas a hacer que me baje! — Gritó, bajándose del coche para mi sorpresa y luego corrió a la puerta del acompañante para abrirla para mí —. ¡Sube o seremos dos los que terminemos resfriados!

—No es necesario —insistí.

—Sí que lo es —estiró la mano para tomarme del codo y guiarme hacia la puerta.

Me apresuré a montarme al coche, porque que más podía hacer después de verlo salir de la comodidad y el abrigo de su vehículo para abrirme la puerta.

Una vez que ambos estuvimos en el acogedor interior, lanzó un suspiro de alivio.

—¿No habías traído chaqueta? —Preguntó sin apartar la mirada del vestido, negó de tirantes y sentí una tropilla de caballos en mi pecho —. Creo que tengo una sudadera por aquí —. Se dio la vuelta, tanteando el asiento trasero.

—Estoy bien —. Susurré con voz ronca y él se quedó quito, volteando su rostro hacia mí —. No tengo frío, solo estoy mojada, pero la tela es fina y se va a secar en un periquete. No te preocupes tanto.

—¿Segura?

Contuve el aliento al ver que miraba una gota solitaria que resbalaba a través de mi escote.

—Sí, no creí que fuese a llover. Consulté el clima y me pareció que se mantendría el clima cálido.

—Aquí siempre es así, ¿no? —Nos quedamos lo suficiente cerca como para tocarnos, pero ninguno de los dos se movió —. ¿Qué te parece si me aparco un momento y esperamos a que pase la tormenta? —Me quedé rígida en mi sitio, aferrándome de asiento de cuero —. No quiero que pienses mal, es solo que puede que caiga granizo y preferiría que me encontrase a salvo.




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