Elly
Entrelacé los dedos sobre el escritorio y sonreí, al imaginar la expresión de Atlas cuando viese la sorpresa que le había preparado. Sabía que en la acalorada discusión que tuvimos a los dos se nos fueron los papeles, pero él fue quien comenzó y le dije que se arrepentiría de haberse cruzado en mi camino.
Lo había visto cruzar hacia la cocina, silbando por lo bajo y con las manos en los bolsillos. Sin embargo, no escuché ningún alarido de espanto o chillido histérico. Por lo que envíe a mi asistente a que lo espiase, para que me mantuviese informada.
Comenzaba a temer que hubiese sufrido un infarto, cuando Teresa asomó la cabeza por la puerta y anuncio con tono agitado e infantil:
—Ya salió de la cocina y va hacia su despacho echando humo por las orejas —. Se llevó la mano al pecho y cerró los parpados arrugados que se le estremecieron al reír por lo bajo —. Es muy emocionante. No sé por qué me enviaste, pero te aseguro que esta, es la mejor tarea que me has recomendado nunca —. Se apoyó en el marco de la puerta y se abanicó, mientras jadeaba sofocada —. Es tan guapo cuando está enojado.
—Por Dios, Teresa —la regañé, aunque por dentro sonreía —. Compórtate.
—Eso intento y no lo consigo. Es que de solo verlo tengo unas terribles palpitaciones. ¿Has visto esas posaderas? —Se sonrojó como una jovencita que comenzaba a tratar con muchachos.
—¿No crees que estás un poco grande para un hombre de cuarenta años? —Pregunté fingiendo trabajar, aunque por dentro estaba tan o más exaltada que mi asistente, por lo que acaba de hacer —. No quiero que se diga que eres una asalta cunas.
Ella ahogó una risita y me fue muy difícil mantenerme sería.
Eufórica, así me sentía y comenzaba a creer que tener un archienemigo no estaba nada mal. Hacía mucho que no experimentaba tanta vitalidad. Por mis venas corría a borbotones la sangre cargada de adrenalina. Estaba a tope, y saliéndome de las casillas por ver como lo estaba tomando.
Me resultaba muy fácil trasladar todo lo que sentía por él a esa guerra. Después de todo decían que el amor y el odio son las dos caras de la misma moneda.
—Aún no cumple los cuarenta y ya está bastante mayorcito para que se me considere eso. Aunque no me importaría asaltar su cama si está dentro.
—Hay una gran diferencia. Tienes sesenta y ocho. Me parece que sí calificas —. La piqué y aun así su euforia no cedió ni un poco.
—Sesenta y siete para ser exactas —. Cumplía los sesenta y ocho en una semana, pero no insistí. Porque sabía que ya debía estar jubilada, aunque se negaba y era un tema álgido para ella —. Además, ¿qué tiene de malo mirar un poquito? —Se irguió —. No porque tenga más de sesenta tengo que dejar de soñar. Quizás un día me enamore y voy a ser la única de nosotras dos que lo haga, si no dejas de ser tan amargada.
—Eres una coqueta incorregible y te equivocas en una cosa. Yo sí quiero que te enamores. Aunque de alguien digno. Un caballero que te merezcas, no de Atlas Lentton —. Repliqué con indiferencia.
Ladeo la cabeza, me observó un instante y puso sus brazos regordetes en jarra, colocando los puños en su cintura.
—Seguro que lo quieres para ti.
Sonreí porque me conocía mejor que nadie.
—Mejor continúa con la misión que te encomendé y ve a ver porque no se oye nada —. Sacudí la mano para que fuese a mirar por mí. No iba a ser tan idiota de volver a la escena del crimen.
—Enseguida jefecita —dijo con voz impostada, y realizó un saludo militar, antes de darse la vuelta —. Oh… —La escuché decir y se volvió hacia mí con los ojos casi saliéndose de sus órbitas —. No creo que sea necesario ir a ningún sitio, Elly —. Se quedó clavada en su sitio con la boca abierta.
—¿Por qué? —Pregunté.
No llegó a responderme, ya que antes de que pudiese parpadear, Atlas apareció en la puerta de mi despacho como un demonio con los ojos centelleantes como esmeraldas encendidas.
—Discúlpeme, señorita Lagos —. Su gesto se suavizó al dirigirse a ella, por lo que se pegó al marco, sonrojada, mientras se derretía lentamente —. Por su bien, le aconsejaría que nos deje a solas un momento.
Al escuchar su audacia, me levanté de mi sitio, indignada. ¿Quién era él para recomendarle algo a mi asistente?
—No, Teresa, ni se te ocurra dejarme con esta bestia —le supliqué.
Sin embargo, ella meneó la cabeza aturdida, como si acabase de golpearse con un poste.
Atlas me miró con desdén y luego se inclinó suavemente sobre mi asistente, dedicándole su mejor sonrisa.
—¿Puede asegurarse de que nadie nos moleste?
—Pues… Es muy difícil decirle que no —se mordió el labio —. ¿No va a cometer una locura verdad? —Le dijo roja de los pies a la cabeza.
—Le doy mi palabra —tomó su mano y le dio un beso suave en el dorso de la mano —. ¿Confía en mi palabra?
—Yo…Tt…tts… —Balbuceo y negué con la cabeza.
—Traidora.
—Muchas gracias, Teresa —la empujó suavemente y una vez que la sacó fuera, cerró la puerta a su espalda.
No tenía otra alternativa que enfrentarme a su furia. Era evidente que imaginó quién estaba detrás del sabotaje. Así que, resignada, me senté lentamente y lo miré sin una pizca de miedo.
—¡¿Cómo es que puedes ser tan malditamente inmadura?! — Se dio la vuelta apuntando con el dedo —. En esta vida puedes meterte con muchas cosas, sin que se me mueva un solo cabello. Pero no con mis emanems. No. No con ellos, no con mis chocolates favoritos. Es imperdonable—. Se podía ver el colorante artificial que use para darle color a los placebos en la comisura de sus labios y comencé a temblar por el deseo de reír a carcajadas —. Vas a pagarme por esto. Cruzaste una línea muy gorda —. Caminó por mi despacho como un león enjaulado —. Juro por todo lo que es sagrado que vas a pagármelas con creces.
Mi pechó vibraba por la risotada que me esforzaba por contener.
Había tardado dos días para conseguir los placebos de la medida justa y pasé casi una noche en vela pintándolos. Luego vacíe los paquetes reales, para rellenarlos con los chocolates falsos y finalmente los cerré con calor para que no se notase que estaban adulterados.
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Editado: 30.09.2024