No hay leyes para amarte

Mediación (Parte uno)

Elly

Nos quedamos parados frente a frente, a menos de un metro de distancia. Como dos jugadores de ajedrez, esperando a mover.

Atlas, solo tenía que estirar la mano para poder tocarme. Pero no lo hizo. Nos quedamos quietos, apretando nuestras respectivas tazas y mirándonos con una intensidad inquietante.

Era lo suficiente incómodo como para que un par de colegas, dejasen caer los expedientes que llevaban en las manos, se echasen a temblar, antes de recogerlos y huyesen sin el primer café de la mañana.

Nuestra pequeña batalla, había escalado lo suficientemente rápido como para que los demás abogados y asistentes legales, saliesen pitando cuando nos veían cerca.

No podíamos intercambiar más de dos palabras sin comenzar a gritarnos como dos enajenados y nuestra batalla era cada vez más visceral.

El miércoles, Atlas hizo más de doscientas copias de su odioso trasero y las intercaló en las carpetas que Teresa colocaba sobre mi escritorio temprano. El jueves, adulteré sus sobres de estevia y puse sal en su lugar.

Tenía preparada una buena jugada para el día viernes, pero ambos tuvimos que pasar el día en tribunales y no lo vi por tres largos días.

Entonces, para mi sorpresa, me sentí terriblemente miserable.

Extrañé horrores, nuestra retorcida dinámica y tuve que contener una sonrisa brillante al verlo llegar durante la mañana del lunes. Casi deseé poder echarme en sus brazos y aferrarme a ese pecho duro como el acero, mientras le decía que quedásemos para pelear un poco más el próximo sábado.

Y por un pequeño instante, creí que se sentía exactamente de la misma manera. Porque lo vi buscarme con impaciencia al llegar y al verme entrar en la cocina su mirada se suavizó, antes de volver a recomponerse y mostrarse hostil nuevamente.

«Te extrañé».

Desee poder decirle.

«No tanto como yo, pequeña bruja».

Imaginé que decía y me temblaron las entrañas.

Sabía que nunca diría nada como eso. Aunque mi mente se agitó como si lo hubiese dicho de todos modos y el corazón me martilleo frenético en el pecho.

Continuamos en silencio, percibiendo como el ambiente se volvía eléctrico e incitante a nuestro alrededor.

Observé, como respiraba, la forma en que sus mechones negros capturaban la luz fluorescente de la cocina y el cabello se le arremolinaba en la coronilla.

Atlas también me examinó, por lo que me pregunté si estaba enumerando mis defectos. No obstante, luego de sopesar la idea un poco me di cuenta de que no me importaba tanto como cuando era invisible para él.

«Al menos ahora me ve y seguramente piensa en mí». Me dije.

¿Con tan poco me conformaba?

Por el momento, así parecía. Sin embargo, no iba a dejar que lo supiese.

No podía adivinar que el corazón se me aceleraba, de solo estar en la misma habitación que él, que costaba respirar y sentía un dolor agudo en los omoplatos.

—¿Qué estás mirando? —Pregunté con hosquedad para que no viese cuanto me afectaba.

—Buenos días para ti también —sonrió —, solo estaba pensando —. Sus ojos se iluminaron con una expresión divertida y maligna.

—¿Pensando? —Estreché los ojos —. ¿En qué? —. Lo vi abrir un pequeño paquete de estevia, sumergir el dedo y probarlo con la punta de la lengua para asegurarse de que no hubiese sal en lugar de endulzante. No pude evitar que una sonrisita bailara en mis labios —. ¿En una forma de devolverme el golpe?

Soltó una carcajada falsa.

—Bruja, no soy tan infantil como tú —. No es lo que sugería las doscientas copias de su trasero que guardaba devotamente en un cajón bajo llave —. De hecho me he pasado todo el fin de semana pensando en ti —. Alzó la jarra de café y acortó la distancia entre nosotros en una zancada —. ¿Dulce? —Preguntó con voz excesivamente almibarada —. ¿O salado? —Alzó una ceja.

Extendí mi taza como en automático, preguntándome si acaso no lo había envenenado.

—Negro. Lo tomó negro como tu alma —. Repliqué y mi voz se escuchó excesivamente aguda, mientras veía caer el líquido oscuro en la taza —. ¿Qué has pensado? ¿Nuevas formas de tortura? ¿Estadísticas de accidentes laborales? — Quise saber y levanté el mentón, escrutando su gesto burlón —. Solo por si acaso, antes de tomar mi café, quiero verte probarlo.

Tembló visiblemente conteniendo una risotada profunda. No me gustaba ese juego porque no sabía que se traía entre manos.

—Qué desconfiada —. Le dio un gran sorbo —. ¿Ves? —Alzó la taza, fingiendo brindar —. Limpio como mi alma, bruja.

—Me provocas náuseas, Lentton.

—Hay brujita… — Se volvió hacia la encimera para dejar la jarra de cristal y extendió la mano para darme un par de golpecitos con la palma de la mano abierta en la cabeza. Las manos me temblaron por el deseo de lanzarle la bebida caliente encima—. Qué mente tan retorcida tienes —. Murmuró con voz ronca —. Solo quiero conocerte mejor. Saber en profundidad quién es Eleonor Pizzino y debería decirte que estoy casi seguro de que lo he conseguido.

Me quedé muy quieta, en tanto él pasaba a mi lado y se dirigía a la puerta.

—¿De qué estás hablando?

—Estuve investigando un poco y encontré un pintoresco blog…¿Hace tres años que trabajas aquí, no? —Dejó la frase flotando y salió a toda prisa.

—Cuatro.

—Da igual —se encogió de hombros, sin voltearse a verme.

Arrugué la frente preocupada.

—¡¿Qué blog?! —Grité a su espalda y me quedé parada debatiéndome entre la idea de quedarme allí e ignorarlo. O bien, ir a averiguar de que estaba hablando y sacarle la verdad a bofetadas.

Seguro eran bobadas o una mentira para sacarme de mis casillas.

Mordí mi labio, antes de llevarme la taza a la boca.

Un escalofrío me recorrió la espina. Solo tuve un blog, en toda mi vida y me gasté una buena cantidad de dinero para que no quedase un solo registro en la web cuando cumplí mi primer año en el despacho.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.