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Diablo (parte 1)

Mía está por cumplir 10 años como jugadora.

Desde que tuvo su primera consola no ha dejado de actualizarse, de hecho, gasta más dinero en videojuegos, audífonos, controles, micrófonos y pantallas que en ropa al año. A pesar de las críticas de su familia, ella no se arrepiente de nada. El problema, sin embargo, tiene que ver con su actitud al competir:

— ¡Maldita sea! ¡¿Por qué?!

Es una terrible perdedora.

Como es su costumbre, tras una larga jornada de estudio, pasa la tarde en un FPS con sus amigos que aún la soportan. Quizá no sea líder de equipo, pero tiene el carácter para serlo y, lo que es importante, juega como una campeona.

Empieza una nueva partida. Mientras se repliegan por el mapa, Mía aprovecha para invitar a su equipo a la convención del próximo fin de semana.

— Me encantaría amiga, pero tengo una comida familiar — responde Ana, con quién ha hecho equipo los últimos 5 años.

— ¿Tú qué dices Rodri? — lanza una granada para evitar que alguien la sorprenda en la siguiente vuelta.

— No puedo — la respuesta seca del chico contrasta con el inicio de una lluvia de disparos.

—Ok… Gracias por tu honestidad.

Después de un tiempo —  y varias negativas —, Mía pierde la esperanza de asistir a su última convención. La universidad la absorbe, sus responsabilidades cambiaron con la adultez, incluso pronto se mudaría con sus padres a casa de su abuela; la vieja estaba grave y requería cuidados especiales, razón por la que se vio forzada a conseguir un trabajo para apoyar con los gastos del hospital. Tomar el control en esos días era algo muy difícil.

De pronto, un bug congela la pantalla.

— ¡¿Otra vez?!

— ¿Qué demonios Mía?

— ¡Está fallando mi módem!

El resto de su equipo se burla. Mía pide que la cubran unos segundos mientras regresa la señal de wifi, pero ninguno la ayuda. De pronto las risas aumentan:

— ¡Ya la mataron!

Mía se quita los audífonos, peina su cabello y ahoga su frustración gritándole a una almohada. Cuando se ha tranquilizado, agarra su micrófono para despedirse:

— Disculpen, hasta aquí llego por hoy. ¡Bye!

Se desconecta y apaga la consola. Luego se tira en la cama boca arriba; está cansada y la conectividad no la ayuda ni siquiera a revisar sus redes sociales. Avienta su celular cubre sus ojos con el antebrazo.

Unos segundos, Mía se queda dormida plácidamente.

Entonces empieza a soñar. Se ve a sí misma en su cama, pero en medio de un amplio desierto. El sol se oculta en el horizonte y llega la noche. Un temblor sacude la tierra y un viejo televisor de bulbos emerge al pie de su cómoda. Mía quiere acercase y descubre que sus pies están clavados a una piedra. Trata de zafarse, pero sus dedos se aferran como raíces.

De pronto, el televisor se enciende en un canal con estática. Ni un sonido emite el aparato.

— ¿Dónde estás?

Una voz que apenas puede reconocer se escucha a lo lejos.

La televisión cambia de un canal a otro, sin detenerse en algún canal en específico. Las imágenes, en cambio, puede reconocerlas; un patrón numérico que acompaña a fotografías de sus familiares y amigos.

— ¿Por qué duermes?

La voz sigue a la distancia. De cierta manera, se siente a salvo.

El patrón se detiene. Su madre está en la pantalla. Ella la mira fijamente mientras se escuchan llantos y lamentos al fondo. La señora pide perdón a Dios y la transmisión llega a su fin.

Un bip agudo y continuo ambienta la atmósfera. Luego, distingue un tintineo sutil a lo lejos. Son pasos, lentos y firmes.

El viento sopla y las arenas se levantan.

Mía intenta acercarse de nuevo, pero algo la inquieta. Siente el frío tacto de algo que sube por su pierna. El sonido característico de ese animal le pone los nervios de punta. Quiere huir de ahí, anhelada gritar pero la serpiente que rodea su cuello le impide pensar con claridad.

Su cuerpo ya no responde. Cierra los ojos y reza para que todo termine.

Durante su oración, una fuerte carcajada ahoga sus plegarias.

Mía siente una lengua en su oído.

Abre los ojos y ve el cielo estrellado.

Mira a la derecha y se ve a sí misma convertida en roca, envuelta en serpientes y una expresión de horror en el rostro.

El tintineo de las espuelas cesa detrás de ella.

No puede respirar.

El aliento de un extraño, tan fuerte como el olor del azufre, roza en su nuca:

— Casi llego.

Mía despierta de manera abrupta.

Está alterada. Su cara está empapada de sudor y su corazón, acelerado. No deja de mirar en todas direcciones. Esa maldita pesadilla le ha arruinado su descanso. Pronto cae en cuenta que ya es de noche.




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