CAPITULO 19
Sigo a ciegas las instrucciones dictadas por el GPS. Por mientras, mil preguntas pasan por mi mente; cada una de ellas aumenta mi ansiedad. No sé si sentirme feliz o triste. Las precauciones tomadas por mi hermano son tan extremas que me asustan, ¿estará él vivo? ¿Acaso este infierno terminará pronto? La sola posibilidad de tener a mi hermano conmigo me hace sentir viva otra vez.
Bajo la orden de la voz, doblo a la izquierda y tomo la autopista. De reojo, miro la pantalla: todavía me faltan tres horas para llegar.
—¡Dios, Ben! ¿por qué escoger un lugar tan lejano? —me quejo, en voz alta.
El cansancio comienza a cobrar la factura: mi cuello me pesa, y todo el hombro derecho está contraído. Para distraerme, enciendo el radio, y me dejo llevar por la música. Los kilómetros desfilan... lentos. Como un autómata, obedezco a cada indicación sin dudar. Solo me concentro en llegar lo más pronto posible.
Para cuando la lluvia cae siento que fuera el cielo mismo abriéndose sobre mi cabeza. Nunca maneje tanto tiempo de un tiro, nunca maneje sola tanta distancia. Y ahora, con ese aguacero, no tengo otra opción que reducir la velocidad. Con suma precaución, indico mi intención de cambiar de vía. Cuando un relámpago enorme atraviesa el cielo, todo se pone a oscuras, y a pesar de ser las tres de la tarde no alcanzó a ver a más de un metro de distancia. Mentalmente, trato de tranquilizarme: respirar con calma, relajar mis manos crispadas sobre el volante, y seguir los otros vehículos con cuidado.
Después de varios kilómetros, comienzo a acostumbrarme y a alcanzar cierta tranquilidad mental. Pero un ruido sordo de algo me llama la atención. Preocupada, apago el radio, disminuyo la velocidad, y pongo las luces intermitentes. Sigo unos metros más, y realizo que algo anda mal con mi coche. Estaciono el vehículo en la vía de emergencia, y salgo con precaución. Con el agua cayendo a chorros empapando mi camisa de algodón y mi cabello, inspecciono cada lado del auto. Al ver la llanta trasera derecha, mis temores se confirman, está totalmente reventada.
—¡¡Maldición!! —grito pateándola.
La situación no podría ser peor. Con sueño, hambre y frío, me toca ahora cambiar la llanta. Con una frustración por los cielos, saco del maletero todo lo que necesito: el chaleco amarillo, el triángulo de seguridad, la gata, la llave inglesa, y la rueda de auxilio.
La verdad es que nunca tuve que cambiar una llanta en toda mi vida. Pero soy realista, nadie se va a parar aquí para ayudarme con ese clima. Lo primero, primero, me visto con el chaleco y pongo el triángulo de seguridad a unos metros de distancia; y vuelvo para colocar la gata en la parte metálica de la carrocería justo detrás de la llanta. Con una llave pequeña de plástico, quito los tapacubos en tiempo récord.
Contenta conmigo misma, agarro la llave inglesa para sacar las cuatro tuercas. La primera, a pesar de mi fuerza se resiste un poco hasta ceder. La segunda, pone mis fuerzas a prueba, pero al final logro sacarla. Para la tercera, mis manos están rojas, frías y mojada. Las acerco a mi boca y soplo adentro para ganar un poco de calor, antes de volver a colocar la llave sobre la tuerca y girar con todas mis fuerzas, pero ese pedazo de hierro no se mueve ni de un milímetro. Con enojo, me seco las manos mojadas por la lluvia, e intento volver a acomodar mi cabello empapado detrás de mi oreja: “puedo hacerlo, puedo hacerlo”; y vuelvo a intentarlo. Al quinto intento, tiro la llave con fuerza sobre el piso con las lágrimas de impotencia desbordando de mis ojos.
No sé por qué alzo la mirada en ese momento, será por el relámpago o por instinto, o imaginación mía al creer ver la imagen de una moto igual a la del Cuervo aparecer en mi campo de visión antes de desaparecer en la cortina de lluvia y neblina, lejos de mí. Me lo imaginé, no podía ser el Cuervo. Digo, cuáles son las probabilidades. Con mi mente jugándome trucos, vuelvo al mundo real. El mundo donde estoy varada en medio de la autopista, totalmente mojada.
“¡Vamos Catalina! No puedes quedarte aquí para siempre, Ben te espera.”
Motivada, vuelvo a tomar la llave, pero esta vez me subo en ella y presiono con mi cuerpo reiteradas veces hasta sentir la tuerca girar bajo mi peso. Minutos después, tengo las otras dos tuercas en mis manos, y grito de victoria.
—¡¡Síííí!!
Ahora, solo me falta conectar la llave inglesa con la gata y girarla hasta que la rueda deje de tocar el suelo. Quitar la rueda de su eje, es más complicado de lo que creí, y al final hago lo mismo: bajo un ángulo imposible vuelvo a patearla. Una vez fuera, a como puedo, alzo la otra y la pongo en su eje. Y repito el mismo proceso con la ayuda de mis pies para cerrar las tuercas con fuerza. Luego, subo la llanta mala en el maletero y lo cierro. Recojo mi triángulo, lo tiro detrás de los asientos y cierro mi puerta. Minutos después, estoy de vuelta en el camino. Sin pensar en mi estado, manejo a toda velocidad para recuperar la hora perdida.
No me detengo nunca, ni siquiera para aliviar mi vejiga. Solo quiero llegar. Solo quiero saber.
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Editado: 28.07.2021