No llores, mi Princesa

CAPITULO 3

Estoy a punto de dejarme caer en el vacío cuando una voz me susurra al oido: —No lo hagas.

Petrificada, mi respiración se corta, mi pie vuelve a su lugar, y lentamente giro mi cabeza hacia la voz. De inmediato, su mirada impacta la mía, y por un segundo, casi veo mi dolor reflejado en sus ojos. En ellos, puedo leer toda su frustración y miedo. Pero a diferencia de él, yo no le tengo miedo, yo no le temo a la muerte. Al menos, no a la mía.

—No lo hagas, por favor.
Insiste, al cubrir su mano con la mía. El contacto de su piel es una ola de calidez y ternura que penetra directo mi corazón. Por un segundo me saca de mi oscuridad. Por un segundo... 

—Vete, no tienes nada que hacer aquí. No te conozco y no te importo, así que vete. 

—No me iré hasta verte a salvo. 
La palabra, a salvo, me da unas ganas sarcásticas de reírme frente a la ironía. —Estoy más a salvo aquí que en cualquier lugar, créeme lo he intentado. 
De pronto su mano aprieta mi muñeca. —No saltarás en mi presencia, te lo advierto.

Su voz rasposa, grave, es tan dominante que no deja lugar a contradicción alguna. Más que una orden es una amenaza. Con cualquiera hubiera funcionado, sí, cualquier persona menos yo: temo más a mi vida que a mi propia muerte. De pronto, frente a la probabilidad de fallar, el pánico me invade por completo. Sin poder refrenarlo, el miedo invade cada fibra de mi ser: los latidos de mi corazón, el aire que entra en mis pulmones, la sangre que circula en mis piernas y brazos. Poco a poco, pierdo el hilo de mis pensamientos y todo se vuelve tan confuso que mi equilibro flaquea. Incapaz de discernir entre lo que es firme debajo de mis pies siento la gravedad y el vacío atraerme. Mi cuerpo tambalea y se desequilibra, cuando de pronto, de la nada, un enorme cuervo aparece justo al frente mío. Sus alas se contraen y se extienden majestuosamente acercándose poco a poco hasta mi rostro, hasta que su aterradora mirada amarilla perfora la mía.

—Te tengo, te tengo —me susurra el desconocido, antes de alzarme por encima y sostenerme en la calidez de sus brazos. Puedo ver los detalles de su rostro: su barba realza la virilidad de sus rasgos masculinos, sus prominentes pómulos bordean unos ojos azules almendrados cuyas pestañas negras realzan la claridad de sus ojos. Sus manos me aprietan con fuerza contra su ancho pecho. Sin soltarme, él se sienta conmigo en el mismo suelo. Siento su corazón palpitar en su pecho, su pulso es fuerte y rápido. Por algún motivo, escucharlo me tranquiliza. De su boca, su cálido aliento se vaporiza en la noche helada. A nuestro alrededor el silencio es total. Y de pronto, hay paz.
Estoy en paz.

De improviso, una gota de agua cae sobre mi frente, otra y otra, hasta dejar paso a miles de ellas. No me muevo, él tampoco. Aturdida, contemplo admirativa la tensión muscular de su crispada mandíbula y su boca. Su preocupación y su enojo son tan evidentes y reales, que por alguna y extraña razón, logran atraparme. Él sigue sin mirarme, pero sé que está conteniendo las ganas de gritarme para soltar su enojo, y entiendo. Cualquiera haría lo mismo, ¿o no? Puedo sentir su tormento, sus sentimientos, el torbellino de emociones que lucha en su interior sin salir a la superficie. En su silencio, escucho su voz. 

La lluvia nos empapa a ambos, sin que nadie se mueva. Ni él, ni yo, nos atrevemos a romper ese momento. No sé cuánto tiempo tenemos de estar aquí sentados. Y la verdad, no me importa. Con timidez vuelvo a espiarlo: cejas voluntarias, largas pestañas negras, ojos felinos, y mandíbula cuadrada; el todo salpiacdo por la lluvia y las gotas que caen de su mechónes negros. La tentación de querer echar su cabello detrás es tan palpable que duele. De pronto me siento enojada, frustrada y por fin recapacito.

—¿Por qué? ¡Por qué! ¡Maldito, te odio! —Y con todas mis fuerzas le pego su pecho con mis puños—, ¡¡por qué??
Bajo mis ridículos e inútiles esfuerzos por maltratarlo, sin decir una sola palabra, él agarra cada una de mis muñecas en sus manos, mientras yo sigo luchando contra él, y contra mí misma.  

—Golpéame. Sí, golpéame. ¡Pégame con todas tus fuerzas! Ódiame por el resto de tus días por lo que hice ahora. No te dejaré, ni te dejaré hacerlo nunca. ¡Entendiste! ¡Llora! Llora, todo lo que quieras porque siempre estaré aquí. No te dejaré sola.

De inmediato paro de luchar y lo miro como si por primera vez alguien hubiera descubierto mi verdadera identidad. Lo detallo, intento encontrar algún indicio de mentira, o de estrategia para engañarme. Pero no, nada lo delata. —¿Nunca? —pregunto con esperanza. 
Él niega con la cabeza mirándome directo a los ojos, y juro que me agarro a ellos como si fuesen mi brújula. Y lloro, lloro como nunca he llorado antes. 

—Si sigues así empaparás más mi camisa —me advierte con una sonrisa. 

—Está lloviendo de todas formas. 

Sin soltarme, él se levanta alzándome. —Es hora de dormir —me ordena con dulzura. Sin entender, estoy a punto de decirle que no tengo ganas de dormir, cuando una suave letargia invade todo mi cuerpo mientras el recuerdo lejano de las alas de un cuervo vaga por mi mente.

 

La lluvia cae sobre nosotros, puedo sentir cada gota infiltrarse en el cuello de cuero de mi chamarra mojando mi camisa. Siento el frío congelar mis venas. El frío aterrador de tener a ese ser entre mis brazos cuya vida logré salvar. Pero sigo sin entender, ¿cómo un ser humano puede llegar a ese extremo? Cómo ella pudo decidir saltar del puente como... ¡cómo si fuese a revivir de algún modo! Y por eso la odio, la desprecio. Nada más con pensarlo y volver a recordar esa sonrisa dibujarse sobre sus delicados labios rosados en el momento de saltar, me amarga la existencia.
No sé quién es ella, tampoco sé cómo se llama. De hecho, ni me importa. Podría ser la hija del mismo presidente que si le tengo que atar las manos para salvarle la voda, lo haré. Y ahora, ¿qué hago? No puedo dejarla aquí no más. Le hice una promesa, una promesa que no pienso zafarme. Además, no soy el único en haber decidido de salvarla, el cuervo también lo decidió. 




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