No llores, mi Princesa

CAPITULO 6

Acompañada del nuevo perro de mi padre que deje metros atrás, entro en la sala de recepción más allá del enojo. Hoy, todo me molesta. No suporto ni personas a mi alrededor, ni toda esa comida sobre la mesa. Nada encaja. Es el aniversario de mi madre y de mi hermano, y aquí hay más contactos políticos que conocidos de la familia. Todo me da asco. Estoy fuera de mis casillas. Todo, me parece fuera de lugar. Yo, estoy fuera de lugar. No quiero estar aquí.
Detesto la misma idea de tener que respirar el mismo aire pesado y contaminado con esa gente hipocrita. Detesto ver mi casa convertida en un parque de atracción para ese circo mediático organizado con el único propósito de ganar las próximas elecciones.
Detesto que la memoria de mi madre y de mi hermano mayor sirvan para las ambiciones políticas de mi padre.

Cada persona, cada rostro aquí presente es una fachada ridícula, a nadie le importa lo que queda de mi familia: es decir nada. Sin creer mis ojos, detallo a la masa, es como ver una comedia ridícula terrorífica. Todos vestidos para resaltar sus cuentas bancarias. Vestidos y trajes a la medida, joyas que centellan bajo las luces de la lámpara de araña encima de nuestras cabezas. Tacones y zapatos hechas a manos que manchan de forma descuidada la alfombra beige escogida por mi difunta madre. Risas y sonrisas con bocas llenas de nuestra comida, sin costo alguno, para rellenar esas panzas ya gruesas de puercos llenos de líquidos como Botox, y silicona. Es tan en contra de lo que éramos, es tan contrario a las ideas de mi padre cuando era juez que intento de todo corazón entender… en vano. No puedo ser parte de esa sociedad, no puedo ser parte de ese circo.
En el medio de la sala, cierro los ojos e intento recuperar el control. Una vez más estoy al borde.
Necesito a Antón, necesito hablar con él, ¿por qué no me ha llamado? ¿por qué no ha venido? Chequeo mi celular con la esperanza de haber perdido -aunque sea un solo mensaje de él- pero no hay nada. La pantalla refleja con exactitud el vacío de mi alma.

—¿Champaña, señorita? —me pregunta, el chico con una bandeja llena de copas.

Aturdida, miro a las burbujas subir. La gravedad las impulsa naturalmente hacia arriba, liberándolas. Hipnotizada, las contemplo olvidándome un poco de las complicaciones de mi vida. A lo mejor, podría imitarlas y dejar la gravedad hacer el resto. Podría, por un solo instante, poner al lado mis perjuicios, mis valores y simplemente tomar la vida a como viene. Como una de esas burbujas, podría subir a la superficie. Con esa idea, tomo el vaso de cristal ofrecido y me escapo al jardín trasero de la casa.
Aquí, era el lugar preferido de mi madre. Durante el verano, ella siempre se sentaba con un libro, gafas de sol y una limonada. Ella siempre me esperaba con una sonrisa y los brazos grandes abiertos listos para abrazarme; mi hermano había heredado de su sonrisa. Y ambos, siempre estaban para mí, siempre. Ellos eran toda mi vida.

Ahora estoy sola.
En ese gigantesco patio trasero, me siento tan diminuta y pérdida. Con la copa de champaña en mi mano, ni siquiera sé si sentarme o quedarme de pie. Ni me atrevo a moverme, como si de pronto esa casa no fuera mía. Como si los recuerdos felices del pasado fuesen borrándose poco a poco, dejándome sola con el desconsuelo y el dolor de la pérdida. Ese día se está convirtiendo en un infierno.
Alzo mi mirada al cielo e intento descifrar los designios de la vida y de sus misterios. Con mi hermano, siempre mirábamos a las nubes imaginándonos formas y mundos que podrían llegar a ser historias completas con castillos, caballos, malos y brujos y princesas.
Pero hoy, por primera vez en mi vida, no veo nada. Solo son nubes que desfilan al paso del viento; nubes gigantescas y blancas tan impenetrable como la muerte de mis seres queridos. Las lágrimas me queman los ojos, no quiero llorar, no aquí; y para darme ánimos me tomo el líquido dorado con sus finas burbujas de un tiro. A la mierda Antón, ¡cómo pudiste dejarme aquí sola!

—Te busqué por toda la casa, tu padre me dijo que te encontraría aquí —me dice una voz detrás mí. Una voz grave, gutural e impresionante. El chico del cementerio: algo en él me molesta y me atrae a la vez. Es irritante tener que sentirse tan frágil y tan a la defensiva con un desconocido.
Un desconocido presentado por mi padre, y con eso lo resumí todo: él es el enemigo.

Me volteo y cuando lo hago, mi garganta se cierra junto con mi respiración. Su físico y su rostro son tan... tan irreales para ser cierto. El sueño de todas, cualquiera se echaría en sus brazos con el menor pretexto con tal de sentir ese ancho pecho de acero, y esos músculos resaltados por los pliegues de su impecable traje negro. A pesar de las apariencias, no es su físico que me atrae, no. Es su mirada, unos ojos azules que me recuerdan las aguas cristalinas del mar en pleno sol de mediodía. Ese azul que te clava con solo pestañear, congelándote allí mismo.
Esa sensación me aterra y me emociona al mismo tiempo. La impresión imposible de no ser nuestro primer encuentro. El presentimiento de estar conectada de alguna forma a él. Es como si él y yo compartiéramos algún secreto juntos. ¡Cómo si eso fuese posible! Esa especie de déjà vu, me salta encima, directo en el corazón, mi respiración se corta de una forma tan irreal e incontrolable que instintivamente alzo mis defensas.

—¿Qué quieres? —pregunto atacándolo, sin dejar entrever ningún rastro del efecto que provoca en mí. Dios, cómo puede ser posible que solo quiera tocarlo.

—Dime algo, ¿siempre eres tan antipática? —dice, metiéndose las manos en sus bolsillos, molesto.

—Entiéndolo, para tu información: YO no soy mi padre, YO no concurso para ser miss cordialidad. Así que acostúmbrate, hoy no tengo motivos para ser simpática con nadie y mucho menos contigo —suelto, desquitándome con él de todos mis males.

Quiero estar sola, y creo que con eso será suficiente, él se irá. Los segundos pasan… lentos; pero sus pies no se mueven. Ni, un, solo, milímetro. ¡Quiero que se vaya, ahora!
¿Por qué no se va?
¡No quiero a nadie aquí, conmigo!
Siento mi pulso acelerarse, sé que estoy por perder el control otra vez, y él sigue aquí. Más lo veo, más me enojo. Mis manos comienzan a sudar, mi corazón late con rapidez. Él tiene que irse ahora mismo o explotaré. Con todo el autocontrol que me queda, mantengo mi voz firme: —Los demás están adentro, debería ir con ellos —aconsejo, seria. Y con eso, me volteo dando nuestra conversación por terminada.




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