No llores, mi Princesa

CAPITULO 12

Observo las luces de su moto cruzar lo que queda del puente y de pronto quiero llamarle la atención. Quiero expresar la felicidad que siento en mi corazón. Así que junto mis manos alrededor de mi boca y con todas mis fuerzas grito: —¡¡¡Gracias!!! —a todo pulmón hasta sacarme el aire.
Y apenas veo las luces desaparecre, mi corazón se aprieta, mi pecho para de respirar, mis ojos me pican y mi estómago se contrae. Una risa al borde de mi boca y lágrimas al borde de mis ojos. ¿Será posible sentirse tan triste y feliz a la vez? Deseo estar con él, deseo poder escaparme con él sin volver a mirar atrás. Y me río imaginándome nuestras escapadas futuras, mientras mis lágrimas desbordan de mis ojos a sabiendas que ese día nunca llegará. 
Sin moverme, alzo la mirada y admiro las estrellas que vimos juntos esta noche. 

“Ya me has visto ángel”. Su voz oscura, raposa y viril parece desafiarme o tentarme. Aquí, sola, en el puente, busco el significado oculto de sus palabras. Cada una martilla mi mente. ¿Ya lo he visto? ¿Cómo que ya lo he visto? ¿Visto, o conocer?  Al instante, trituro mi cerebro en busca de algún detalle, algo con que agarrarme; momentos escondidos que pudieran cobrar otro significado. Ponerle un rostro a mi misterioso caballero tenebroso, es imposible. No conozco a nadie dentro de mi circulo que pudiera tener ese carisma, ese porte, y esa forma de ser absolutamente libre. Cuervo es un retador, es un hombre libre. Es perfecto. Solo con recordar la sensación y el olor del cuero de su chaqueta mezclada con la humedad de la lluvia, la textura de su cabello mojado, la fuerza de sus brazos a mi alrededor, siento mi cuero y mi mente fallecer. ¿Cómo pudiera atreverme a ponerle un rostro? La sola idea, es un sacrilegio; pero la curiosidad me gana. Cierro los ojos e intento con todas mis fuerzas invocar cualquier detalle: la estructura de su cara, el color de sus ojos, la expresión de su mirada, el perfil de su nariz, o la textura de su boca; nada, el vacío completo.

El ruido de la rodadura de unos neumáticos detrás de mí me llama la atención. Para cuando doy la vuelta, el taxi enviado por mi chofer aparece y se detiene a la par mía. En mi celular, verifico la placa del taxi, y subo. Adentro, dejo el calor y el confortable asiento de cuero relajarme.  
Escucho el chofer llamar a su central para confirmar la trayectoria, antes de volver a acelerar. A medida que vamos abandonando el puente, las luces desfilan con más velocidad alejándonos del puente. 
Es extraño, las emociones que me conectan con ese lugar. Cuando vine aquí la primera vez, necesitaba un lugar caótico y tenebroso para acabar con todo, y ese puente me pareció el lugar perfecto. Pero Cuervo lo cambión todo. Él tuvo que pasar en el lugar exacto, en el momento perfecto, justo cuando me iba a ir para siempre. Esta noche, Cuervo me salvo. Esa noche, su presencia alejó todas mis pesadillas con un solo abrazo. No sabía que podía existir tanta luz en la oscuridad. En el momento en el que lo conocí, él trajo un rayo tenue de luz y de esperanza a mi mundo desolado. Nunca pensé volver a verlo. Hasta creí habérmelo imaginado. De la locura y la emoción me muerdo mi labio inferior. Todavía sin poder creer lo que acaba de pasar. Yo y el Cuervo en su moto, de noche, en las curvas sinuosas estrelladas.
Él lo hizo, Cuervo me volvió a encontrar. 
Otra noche, triste que él logro iluminar. Una noche más, donde revivió mi alma.
Todavía puedo sentir su presencia, su fuerza, su cuerpo junto a mí contagiándome con su calor y su vitalidad. Cuando estamos los dos juntos, algo mágico e inexplicable nos conecta. Es como encontrar una parte olvidada de mi misma que ni sabía que existía. Y yo, no sabía... que lo necesitaba tanto. Ni sabía que él existía. 
Una vez más, cierro los ojos para recordar cada instante que pasé con él. Su forma de hablar conmigo es como si él me conociera. Siento mi boca estirarse en una sonrisa sin fin, estoy feliz.
Abro la ventana, y dejo el viento helado entrar mientras observo a las estrellas brillar. Nunca podré mirar al cielo sin pensar en él. Siempre veré las estrellas centellar y recordaré esta noche. Contenta, cierro la ventana, y me recuesto sobre los asientos abrazando mi felicidad. 

—Señorita, llegamos. Aquí tiene mi tarjeta por si me necesita. Sabe, no debería andar en la noche sola —me dice el chofer sacándome de mis pensamientos. 

Me incorporo y salgo del taxi. Apenas suelto la puerta que me congelo: en mi casa, todas las luces están encendidas. Se supone que él llegaría mañana, no esta noche. Un sudor frío se desliza a lo largo de mi columna vertebral. Me mojo los labios, inspiro hondo y camino hasta la entrada principal.  
Las llaves en mano, dudo. 
Mi corazón late con fuerza. Siempre puedo llamar al taxi, ¿para ir a dónde? Me resigno, y deslizo mi llave dentro de la cerradura.
La puerta se abre, y me quito los zapatos. No quiero llamar la atención. Mi objetivo es llegar a mi habitación sin ser vista. Descalza y con agilidad, me desplazo por la casa hasta el segundo piso. Antes de cruzar el pasillo, miro con cuidado si no hay nadie dentro de las habitaciones, y corro hasta llegar a la mía. Abro la puerta y la cierro enseguida respaldándome en ella, mi corazón late con fuerza. ¡Logré llegar sin ser vista! Emocionada, salto sobre mi cama de felicidad, no quería terminar esta noche discutiendo con mi padre o su esposa, o peor con ambos.  
De pronto, estoy sin fuerzas, y me acurruco con mi suave y gruesa cobija. Me arropo en ella y me imagino que son los brazos del Cuervo envolviéndome con ternura. Estoy en el cielo, los latidos de mi corazón vuelan alto, más allá de lo imaginable. ¿Acaso puede existir tanta felicidad? Cierro los ojos, y vuelvo con mi Cuervo.

Cuando mi reloj suena, ya son las doce pasadas y decido bajar.
En silencio, bajo cada escalón. Si puedo prepararme un bocadillo a hurtadillas para comérmelo en mi habitación con una copa de vino, estaré más que satisfecha. Pero, para cuando llego a la cocina mi padre ya está sentado con un vaso de alcohol y una botella casi vacía.
Espero, ¿debo devolverme para mi habitación? ¿Debería saludarlo mientras me preparo algo de comer? Intento optar por la mejor estrategia, y al final me decido: no puedo siempre dudar de mí en su presencia. Con una seguridad fingida, me dirijo al refrigerador. Lo abro, y me preparo un emparedado, o más bien dos, por si acaso mi padre quiere comer uno.
Los emparedados eran la especialidad de mi madre, y como fui una excelente aprendiz, los preparo con los mismos ingredientes. A terminar, pongo el de mi padre en un plato, mientras me como el mío de una vez.  
Podría comérmelo en mi habitación, pero estoy decidida a enfrentar mi miedo. Quiero probarme que mi instinto es erróneo. Que mi miedo es irracional porque no puedo vivir huyendo de él, siempre. Me dedico a masticar cada bocado, sin perder tiempo, viendo cosas en mi celular. 
Silencio.
Puedo sentir la mirada de mi padre estudiarme como si fuera algún objeto inservible. 
Silencio.
Nerviosa, miro su plato intacto. Sus manos toman la botella para rellenar su vaso vacío. 
Silencio.
De un tiro vacía todo su vaso. 
Silencio.
Mi corazón late con fuerza. Camino despacio sin levantar sospechas, un paso a la vez. Calculo la distancia entre mi posición y el corredor. 
Silencio. 
El sudor frío recorre mi columna vertebral. Debo salir, debo llegar al pasillo. Cada pisada me acerca más a mi meta.




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