El despertador suena a las siete, pero llevo despierta desde mucho antes. No he dormido bien en semanas, y esta noche no fue diferente. Me quedo mirando el techo por unos minutos, tratando de reunir fuerzas para levantarme. El bebé da una pequeña patada, como si estuviera diciendo: Mamá, ya es hora.
—Ya voy —murmuro, acariciándome el vientre. Es una rutina que he desarrollado, hablarle como si me entendiera, como si fuera lo único que me mantiene cuerda.
El apartamento está silencioso. Demasiado. Extraño el ruido de Tom en las mañanas: el café saliendo de la máquina, su voz tarareando cualquier canción que tuviera en la cabeza. Ahora sólo hay el sonido de mis propios pasos arrastrándose hacia la cocina. Pongo a calentar agua para el té y me siento un momento en la mesa, mirando el calendario. Seis meses. Han pasado seis meses desde aquella noche. Desde que Tom nunca llegó.
Todo es más difícil sin él. El trabajo, el embarazo, hasta salir a la calle. Todo parece una batalla constante. Mis días están llenos de listas interminables: consultas médicas, reportes pendientes, el alquiler del apartamento, los trámites que quedaron en el aire cuando él se fue. Hay días en los que siento que no puedo más, pero sigo adelante porque… bueno, porque tengo que hacerlo. Porque alguien más depende de mí ahora.
Termino mi té a medias y me cambio para el trabajo. Mi uniforme ya no me queda bien, y los botones de la blusa tironean alrededor de mi barriga. Miro mi reflejo en el espejo y trato de arreglarme un poco: una coleta rápida, algo de maquillaje para esconder las ojeras. No es que quiera impresionar a nadie, pero no quiero que mi madre me mire con esa mezcla de preocupación y lástima que se le escapa cuando me ve desarreglada. Hoy viene a ayudarme, y aunque no lo diga en voz alta, sé que está preocupada por mí.
Cuando llega, toca la puerta suavemente antes de entrar, como si no quisiera molestar. Trae una bolsa de compras en una mano y un ramo de flores en la otra. Es su manera de traer algo de vida a este espacio que a veces parece tan vacío.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás?—pregunta con una sonrisa cálida, aunque sus ojos me estudian con cuidado.
—Bien, mamá. Todo bajo control—respondo, fingiendo un entusiasmo que no siento. Le sonrío, porque sé que ella necesita verlo. Pero la verdad es que estoy agotada. Físicamente. Emocionalmente cansada.
—Te ves cansada, Emma. ¿Dormiste algo anoche?
—Lo suficiente para los indicadores que me pide el doctor—miento, moviéndome hacia la cocina para preparar café para ella y otra taza de té para mí.
Ella me sigue y empieza a sacar cosas de la bolsa: frutas frescas, pan integral, jugo de naranja. Siempre hace esto, llenar mi despensa como si yo fuera una niña que no sabe cuidarse. Y aunque me irrita un poco, en el fondo agradezco que lo haga. Me salva de tener que pensar en una cosa más con la cual he de lidiar.
—Deberías descansar más —dice mientras acomoda los alimentos—. Yo puedo venir más seguido, ayudarte con las cosas del apartamento. No tienes que hacerlo todo sola.
—Estoy bien, mamá, descuida—repito, casi automáticamente. Es mi frase estándar, mi escudo. Porque si me dejo caer, si admito que no estoy bien, ¿entonces qué? No puedo darme ese lujo.
—¿Has pensado en tomarte unos días libres? —pregunta de repente mientras pasa un trapo por el mostrador de la cocina.
—No puedo —respondo rápidamente—. Hay demasiado trabajo. Además, necesito el dinero, mamá. Las facturas no se pagan solas.
Ella no insiste, pero sé que quiere hacerlo. Lo veo en la forma en que aprieta los labios, como si estuviera conteniendo las palabras. Sé que quiere decirme que me mude a su casa, que deje este apartamento pequeño y frío donde todo me recuerda a Tom. Pero no puedo hacerlo. Este lugar es lo único que me queda de él, y aunque a veces siento que me ahoga, no estoy lista para dejarlo atrás.
Estoy a punto de salir y ella se queda en la casa, seguramente luego vendrá papá.
—Llámame si necesitas algo, ¿sí?—me dice antes de irse.
—Claro, mamá. Gracias por todo.
Cuando la puerta se cierra, mii vientre se mueve ligeramente y pongo una mano sobre él, tratando de calmarme.
—Vamos a estar bien—le digo al bebé, aunque no estoy segura de si yo misma lo creo. Pero tengo que decirlo. Porque si no lo digo, todo se desmorona.