No me rendiré

13. Alerta, bebé en puerta

—¿Ya va a nacer?

—¿No es demasiado pronto?

—¿De cuánto está?

—Mi primito nació con siete meses.

—¿Ella no lleva siete?

—¿Seis y medio?

El mundo parece flotar entre brumas. Oigo voces, como ecos en un túnel, pero las palabras no tienen forma concreta. Hasta que una, firme y clara, atraviesa la neblina.

—Emma, ¿puedes oírme? —Es la voz de Christopher. Su tono es como un ancla, firme, sólido, imposible de ignorar. Esa voz que usualmente usa para resolver conflictos en la oficina, para imponer su autoridad en reuniones donde nadie se atreve a contradecirlo. Ahora, esa misma voz está dirigida a mí, cargada de una preocupación que nunca había escuchado antes.

Abro los ojos lentamente, sintiendo el peso del cansancio en todo mi cuerpo. Lo veo inclinado sobre mí, su ceño fruncido de una manera que acentúa la seriedad de su rostro. Es imposible no sentirse intimidada, incluso en este estado.

—Estoy bien —digo, o más bien, miento. Porque eso es lo que haces, ¿no? Cuando estás en el suelo rodeada de gente que parece estar al borde del pánico, dices que estás bien, aunque claramente no lo estés.

Christopher me observa con una mirada que deja claro que no me cree ni por un segundo.

—No, no lo estás —declara con esa autoridad que siempre parece envolverlo como un traje hecho a medida—. Vamos a emergencias.

Trato de protestar, porque claro, no soy el tipo de persona que simplemente se deja llevar. Pero mis palabras son débiles, casi sin fuerza, y él no está dispuesto a escuchar. Christopher Harrison no es alguien que acepte un “no” como respuesta, especialmente cuando ya ha tomado una decisión.

—De verdad, no es necesario… —intento decir, pero mi voz se apaga.

—Emma, no discutas. —Su tono tiene un filo que no permite resistencia.

Kate, que ha estado observando la escena con una mezcla de preocupación y determinación, se acerca y me toma del brazo con una firmeza sorprendente.

—Vamos, Emma. No es momento de ser obstinada.

Entre los dos me levantan, y me siento como una muñeca de trapo en sus manos. Christopher me sostiene con fuerza, pero con cuidado, como si temiera que me rompiera en cualquier momento. Hay algo en su forma de moverse, en la forma en que me mira, que me hace sentir una vulnerabilidad que no estoy acostumbrada a mostrar. Y, para ser honesta, no estoy segura de si eso me reconforta o me incomoda.

El trayecto hasta su coche pasa en un suspiro, aunque cada paso parece un esfuerzo titánico para mí. Una vez dentro, el olor a cuero nuevo y a su colonia amaderada me envuelve. Es un aroma agradable, reconfortante incluso, pero hoy sólo me recuerda cuán fuera de control está mi vida. Me recuesto contra el asiento, sintiendo el frío de la tapicería contra mi piel, y cierro los ojos, intentando bloquear el mundo.

El camino al hospital es silencioso, excepto por el leve murmullo de Kate en el asiento trasero, intentando llenar el espacio con palabras tranquilizadoras. Christopher, por su parte, mantiene los ojos fijos en la carretera, sus manos firmemente sujetas al volante. Hay algo en su postura, en la tensión de sus hombros, que habla de una preocupación más profunda de lo que está dispuesto a admitir.

Cuando llegamos al hospital, todo se mueve a una velocidad vertiginosa. Christopher asume el mando, hablando con las enfermeras con una autoridad que parece hacer que todo avance más rápido. Kate, fiel a su estilo, no se separa de mi lado, sosteniéndome la mano con una fuerza inesperada que me da un poco de consuelo en medio del caos.

Por consiguiente, me llevan a una sala de observación. El aire aquí es frío, estéril, cargado con ese peculiar olor a desinfectante que siempre parece ser más intenso en los hospitales. Una enfermera me toma la presión, mientras el médico me hace preguntas rápidas que apenas registro. Al final, el diagnóstico es sencillo, casi decepcionante en su obviedad.

—Estrés, cansancio y un bajón de azúcar en condiciones que un embarazo avanzado no debería lidiar—declara el médico, con un tono que roza lo condescendiente—. Debe descansar más.

Descansar más. Como si fuera tan fácil. ¿Cómo explicarle que mi vida es una lista interminable de responsabilidades y pendientes? Pero no digo nada. Sólo asiento, porque sé que es lo que esperan de mí.

Cuando regreso a la sala de espera, Kate y Christopher están allí, sentados lado a lado. Sus rostros están llenos de preocupación, una preocupación que no sé cómo manejar. No estoy acostumbrada a que la gente se preocupe tanto por mí. Es una sensación extraña, casi incómoda.

—¿Todo bien? —pregunta Christopher, acercándose con el ceño fruncido.

—Todo bien. Nada grave. —Intento sonar confiada, pero mi voz tiembla un poco. Lo suficiente para que él se dé cuenta.

Christopher me observa por un momento, su mirada penetrante buscando algo en mi expresión.

—Chicas debo irme, Kate ¿puedes hacerte cargo?

No soy un saco de papas para que alguien deba hacerse cargo.

—Sí, jefe. Vaya tranquilo—le dice Kate.

—Cielo santo, me alegra saber que estás mejor, Emma. Nos preocupaste realmente—dice él y luego su móvil comienza a sonar con una vorágine preocupante. Se vuelve hacia atrás y se retira dejándome a solas con mi amiga.

Pero antes de que pueda decir algo más, Kate se adelanta, con una sonrisa traviesa que no presagia nada bueno.

—Emma, tengo algo que decirte —anuncia, sus ojos brillando con esa chispa que siempre tiene cuando está a punto de soltar algo grande.

—¿Decirme qué? —pregunto, aunque una parte de mí ya sabe que no me va a gustar.

Kate se inclina hacia mí, como si estuviera a punto de compartir el secreto mejor guardado del mundo.

—Christopher está loco por ti.

—¡¿Qué?! —Mi voz sale tan aguda que varias cabezas en la sala se giran hacia nosotras.

—Lo que oíste. —Kate asiente, su sonrisa ampliándose—. Preguntó por ti mientras estabas en observación. Que si estabas saliendo con alguien, que cómo haces para manejar tanto sola. Emma, ese hombre está claramente interesado.




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