Capítulo 25
Viernes, 19 de abril
15:00 pm
La sala del velatorio estaba sumida en un silencio abrumador, solo interrumpido por los sollozos ahogados de los presentes. El aroma a flores frescas y velas encendidas flotaba en el aire, creando una atmósfera solemne y melancólica. Las paredes estaban revestidas de tonos apagados, como si el propio luto se hubiera impregnado en cada rincón.
En el centro de la sala, reposaba el féretro de Theo, rodeado por coronas florales que expresaban tanto la tristeza como la belleza efímera de la vida. Las velas parpadeaban como pequeñas llamas titilantes, proyectando sombras que se mecían en las paredes como recuerdos fugaces.
Las lágrimas marcaban los rostros de los asistentes, sus expresiones eran una mezcla de dolor y desconcierto, y las mías no quedaban atrás. Las manos se entrelazaban en gestos de consuelo mutuo, y los abrazos ofrecían un refugio momentáneo en medio de la desolación. Susurros de condolencia flotaban en el aire, mezclándose con los llantos y creando una sinfonía de tristeza compartida. Y yo me aferraba a la mano de Belén y ella a la mía.
El féretro, adornado con una tela blanca, destacaba en el centro del escenario funerario. La fotografía de Theo, sonriente y lleno de vida, reposaba en una pequeña mesita a su izquierda, recordándonos la pérdida de un alma querida. Alrededor, se desplegaban ramos de lirios blancos, símbolos de paz y el deseo de que su espíritu encontrara descanso.
Las personas se acercaban y le daban sus últimos adioses. Luego el sacerdote, con voz apacible, pronunció palabras de consuelo y esperanza, buscando ofrecer alivio espiritual en medio de la tristeza, el sonido de las lágrimas caídas y los pañuelos deslizándose sobre los rostros se entrelazaba con sus palabras.
Al finalizar la ceremonia la sala quedó envuelta en un silencio respetuoso, roto ocasionalmente por un suspiro ahogado o una palabra de consuelo compartida en voz baja.
La despedida era dolorosa, pero el velorio de Theo se transformaba en un tributo a su vida, lleno de recuerdos compartidos y la promesa de que su legado perduraría en los corazones de aquellos que lo amaron.
La luz del día se desvanecía lentamente, dando paso a la oscuridad de la noche cuando los asistentes se dispersaron, dejando la sala de velatorio en silencio. Solo quedaban los ecos leves de susurros y sollozos, y el retrato sonriente de Theo que aún vigilaba desde una esquina.
Los familiares más cercanos permanecieron un poco más, compartiendo abrazos reconfortantes y palabras de apoyo en un intento de mitigar el peso del duelo. La fragilidad de la vida resonaba en el ambiente, recordándonos lo efímero y precioso que es cada momento.
Al abandonar la sala, nos envolvía la noche estrellada, pero la tristeza persistía como una sombra en nuestros corazones. El luto no se desvanecía con la luz de la luna; era un proceso, un viaje a través de la oscuridad que nos llevaría a la aceptación y, eventualmente, a la paz.
El camino hacia el cementerio estaba iluminado por los postes de luz que arrojaban luces parpadeantes sobre la tierra húmeda a medida que atravesamos el pueblo en los vehículos. Una vez en el cementerio el silencio era abrumador, solo interrumpido por el crujir de hojas secas bajo nuestros pasos y el ocasional suspiro contenido de aquellos que caminaban a mi lado.
Llegamos al lugar donde Theo sería sepultado. La tumba recién excavada aguardaba, y la lápida, un mármol pulido que reflejaba la poca luz que había, se erguía esperando.
El sacerdote dirigió una breve ceremonia final, en la que mis lágrimas se mezclaban con la tierra bajo mis pies. El eco de las plegarias se desvaneció con el viento nocturno mientras nos retirábamos del lugar, dejando el cuerpo de Theo en donde pasaría su descanso eterno. El vacío que dejó atrás era palpable, pero también lo era el amor y la conexión compartida que persistirían en los recuerdos de quienes lo conocieron.
Mientras me alejaba. Miré una última vez hacia la tumba, a su lado reposaba una pequeña foto, y una sonrisa congelada en el tiempo me dijo adiós y yo a ella.
La noche parecía interminable, pero con cada estrella que iluminaba el cielo, sentí la promesa de que la luz eventualmente regresaría a nuestras vidas. El velorio de Theo había concluido, pero su memoria vivirá en la eternidad de los recuerdos y el amor compartido.
Los días que siguieron al velorio de Theo fueron un torbellino de emociones, un viaje a través del duelo y la búsqueda de consuelo en la aceptación. La rutina se volvió un laberinto borroso, con el eco de su ausencia resonando en cada rincón.
El pueblo se unió en solidaridad, ofreciendo apoyo y comprensión a la familia y a aquellos que compartieron la vida con mi amigo. Y yo solo trataba de no quedarme estancada llorando en mi cama.